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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Respeto

Los jóvenes de hoy se la tienen que coger con papel de fumar si pretenden demostrar con gestos el respeto que las mujeres merecen, sin más explicaciones. No por debilidad, no por supremacía, y sí, simplemente por mantener la costumbre de la buena educación

Actualizada 04:30

En el Club «El Buzo» de Vistahermosa, Puerto de Santa María, playa de Fuentebravía, aprendí el respeto y la cortesía de las familias bodegueras a las señoras. En una mesa de las llamadas «goma», se sentaban a tomar el aperitivo los domingos por la mañana hombres y mujeres. Los Osborne, los Terry, los Caballero, los Gonzalez, los Domecq, los Williams… Y todos pedían el vino de la bodega de la señora más veterana de la mesa. Si era Osborne, el Fino Quinta, si González, Tio Pepe, si Caballero, Pavón, si Domecq, la Ina, si Williams, Pando… La norma la estableció Luis Caballero, cuyo apellido le definía a la perfección. Algún Domecq se saltaba la norma, pero la excepción confirmaba la regla de la cortesía. Los hombres se levantaban cuando llegaba o se iba una señora, y estaba prohibido hablar de religión, de política y de dinero. No hacía falta, porque el ingenio siempre estaba presente en aquel lugar de la Bahía de Cádiz.

En mi casa aprendí a ceder siempre el paso a las mujeres, a ofrecerles mi asiento cuando alguna permanecía de pie, a abrirles la puerta del coche, a no hablar de asuntos cercanos a la ordinariez delante de ellas, y a saludar a las casadas inclinándome y besando su anillo. Me reconozco un gran maestro en el saludo a las mujeres casadas, y mantengo la costumbre. Ágil en la inclinación y beso somero. Lo que no me enseñaron en mi casa es que al ceder el paso a las mujeres, ofrecerles mi asiento, abrirles la puerta de los coches, incorporarme en el autobús o el metro para que ellas ocuparan mi sitio, o al saludar a las casadas besando su anillo, me iban a llamar fascista, machista, antiguo, supremacista o idiota. No eran gestos de supremacismo, sino tradicionales muestras de respeto y cortesía. Lo malo es que no voy a cambiar, y hasta el final de mis días – estoy en la semifinal-, voy a seguir haciendo lo mismo aunque me miren mal, me llamen fascista, machista, antiguo o idiota, y consideren que mi respeto se interprete por las feministas como una humillación. No hace mucho, en una librería de Santander, en la cola de la caja, la di el turno de preferencia a una mujer tan atractiva como desarreglada que se situaba detrás de mí.

- ¿Qué pasa, que me cedes tu turno por ser una tía?.

–No, se lo cedo por ser una mujer.

– Pues me quedo en mi sitio y tú en el tuyo, que no necesito favores de ese tipo.

- Y yo le pido perdón por haberle confundido con una señora.

- ¡Idiota!

Así de simpática y bien educada. Con el pelo muy corto y un mechón color mandarina entreverado de azules.

En mi caso no tiene importancia. Lo malo es que hemos educado a nuestros hijos y nietos con las mismas normas de cortesía y respeto que nos enseñaron y exigieron nuestros padres y abuelos. Y ellos, mis hijos y mis nietos, lo tienen más crudo. Porque a mí, por aquello de la edad y la devastación física, no se atreven a pegarme una bofetada, pero los jóvenes de hoy se la tienen que coger con papel de fumar si pretenden demostrar con gestos el respeto que las mujeres merecen, sin más explicaciones. No por debilidad, no por supremacía, y sí, simplemente por mantener la costumbre de la buena educación.

No me importa que me llamen idiota las feminazis acomplejadas.

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