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El observadorFlorentino Portero

¿Por qué no hay un estado palestino?

No existe un estado palestino porque sus dirigentes lo han rechazado cuando han tenido oportunidad. Además, y esto es particularmente grave, confundir al grupo Hamás, terrorista e islamista, con la causa palestina es una barbaridad que acaba dañando a quien se supone que se quiere defender, a la Autoridad Palestina

Actualizada 01:30

Todo acto político tiene una dimensión social, más aún en las modernas sociedades democráticas. Atrás quedaron los días en los que el ejercicio de la acción exterior era un reducto de políticos, diplomáticos y militares. En la actualidad, estos se encuentran permanentemente bajo el ojo crítico de unos ciudadanos cuya confianza en sus elites decrece a velocidad de vértigo. De ahí que el debate previo, cómo se fija una posición y la capacidad para mantenerla en el tiempo, sea tan ilustrativa para conocer a una sociedad.

La invasión rusa de Ucrania puso en evidencia, en un primer momento, la disparidad de posiciones entre los estados europeos y también entre sus propios ciudadanos. Los vecinos, eslavos y escandinavos especialmente, tenían muy claro que era sólo un paso más en el objetivo último de reconstruir el Imperio Ruso. Encontraron el apoyo de los anglosajones –Reino Unido, Estados Unidos y Canadá–, pero también la incomprensión, en ocasiones insultante, de Francia, Alemania e Italia. En nuestro plano doméstico Rusia ha contado, y sigue contando, con la simpatía de sectores situados a la extrema derecha y a la extrema izquierda, si bien por razones muy distintas. Para los primeros el régimen de Putin representa la defensa de la nación frente al «globalismo», del cristianismo frente al relativismo y todo lo que implica el movimiento woke, de los intereses nacionales frente a la intromisión que representa la Agenda 2030… Para los segundos Rusia es la continuadora de la Unión Soviética, una potencia claramente posicionada frente al «orden liberal», la democracia y la economía de libre mercado.

A pesar de las líneas de fractura, la Unión Europea logró establecer una posición común decididamente contraria a Rusia. La sensación de ridículo y debilidad por lo ocurrido fue una razón de peso, que se sumaba al renacido liderazgo norteamericano. Si Biden, uno de los últimos norteamericanos dispuestos a dar una oportunidad a la Alianza Atlántica, se comprometía a colaborar con la Vieja Europa para frenar el expansionismo ruso era fundamental aprovechar la oportunidad. Poco a poco fue calando la idea de que admitir el argumento ruso de la fuerza bruta haría saltar por los aires el sistema de seguridad continental. Además, se acabó reconociendo que eslavos y escandinavos, apoyados por los británicos, tenían razón al insistir en la idea de que Ucrania era sólo un eslabón más en una cadena, que venía de atrás –Transnistria, Abjasia, Osetia del Sur, Crimea y Dombás– y que tendría continuidad. La sombra de Churchill acorralando a Chamberlain tras el Acuerdo de Múnich –«Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra»– rondaba en la mente de unos dirigentes que llevaban tiempo cuestionando la vigencia de la doctrina churchilliana sobre las «estrategias de pacificación». Si la Unión Europea quería ser un actor político debía acostumbrarse a aceptar la realidad tal cual es y ser capaz de actuar en consecuencia.

La crisis de Gaza ha vuelto a desvelar las fracturas entre estados y ciudadanos en Europa, pero con mayor virulencia que en la ocasión anterior. Las primeras han tenido menor importancia. Algunos estados de tradición proárabe, en línea con el secretario general de la ONU, han situado el origen de la crisis en la inexistencia de un estado palestino, como si ello fuera responsabilidad israelí. No existe un estado palestino porque sus dirigentes lo han rechazado cuando han tenido oportunidad. Además, y esto es particularmente grave, confundir al grupo Hamás, terrorista e islamista, con la causa palestina es una barbaridad que acaba dañando a quien se supone que se quiere defender, a la Autoridad Palestina, de quien Hamás es su mejor y más eficaz enemigo. La mayor parte de los gobiernos europeos, así como la Comisión Europea, han entendido esto, así como que nos encontramos ante un conflicto instrumental orquestado por Irán para desestabilizar el espacio árabe moderado, en particular al grupo formado por las monarquías que sobrevivieron a las tormentas del proceso de consolidación de la independencia. Sin embargo, la línea de fractura más grave se sitúa en nuestras propias sociedades y, dentro de ellas, en el campo de la izquierda. Las distintas derechas tienden a reconocer la legitimidad de Israel y el peligro que supone el islamismo, sin dejar de estar presas del horror producido por el número de víctimas civiles. Por el contrario, en la izquierda nos encontramos tanto un clásico antisemitismo como un creciente antisionismo. El primero tiene mucho que ver con el crecimiento de las comunidades musulmanas en Europa, en cuyo seno se ha desarrollado un resentimiento contra el judío derivado de las reiteradas humillaciones, tanto por las derrotas militares como por la situación en la que vive parte de la sociedad palestina. Un sentimiento alimentado por medios de comunicación árabes, entre los que destaca la catarí Al Jazeera. La responsabilidad de Qatar en todo lo que está ocurriendo no se puede minusvalorar. No sólo hay antisemitas en este grupo, este sentimiento no es nuevo entre nosotros ni se limita a un sector del arco parlamentario, pero en la actualidad el peso de la población musulmana es significativo. El antisionismo, el rechazo a Israel como estado judío, ha arraigado en la izquierda al considerarlo representante de varias identidades todas ellas rechazables. Ven a Israel como una obra del colonialismo, imponiendo su existencia a los árabes. Ven a Israel como una clásica potencia occidental, íntimamente aliada de Estados Unidos, que no tiene reparo en hacer uso de la fuerza para defender sus intereses. Ven a Israel como un actor global en la definición de un nuevo modelo económico que deploran. Por el contrario, perciben al mundo árabe como afín, en la medida en la que éste cuestiona el orden liberal y las políticas neocoloniales. Que todo esto es más que discutible resulta obvio, pero las masas no piensan; sienten y actúan.

La combinación del miedo a la tensión interna y a las consecuencias de la generalización del conflicto al conjunto de la región bloquea a los estados europeos que, en un ejercicio de cobardía, en un postrer homenaje a Neville Chamberlain, piden a Israel que no avance en Gaza, a pesar de los catastróficos efectos que, para la causa palestina, para las monarquías árabes y para Europa tendría una victoria de Hamás por dejación israelí de su derecho de legítima defensa. Hoy Europa está volviendo a hacer el ridículo ante sus propios ciudadanos y ante el mundo, pero, a fuer de ser sinceros, en esta ocasión el problema reside en mayor medida en la ciudadanía que en las elites. El peso de las comunidades musulmanas en algunos estados europeos –Francia, Reino Unido, Países Bajos y Alemania– empieza a hacerse visible en términos políticos. El rechazo a Israel entre la izquierda, por todo lo que a su juicio su mera existencia implica, es incuestionable ¿Cómo entender, si no, la escasa movilización de la izquierda ante la destrucción de la ciudad de Mariupol, en la costa ucraniana sobre el mar de Azov, en comparación con la que estamos observado ante el inicio de la toma de Gaza? ¿Qué tiene Gaza que no tenía Mariupol? Si somos capaces de responder a esta pregunta entenderemos lo que hoy es Europa y, más en concreto, en qué se está trasformando la izquierda europea.

Ucrania y Gaza nos permiten mirarnos en el espejo y lo que vemos supone una oportuna cura de realidad. Si además fuéramos capaces de entender hasta qué punto el futuro de Europa se está jugando en Israel cabría alguna esperanza sobre el futuro de la Unión Europea como actor internacional.

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