La estrategia de desgaste comienza a dar frutos
Ahora nos toca mantener la unidad, aun a sabiendas de que los efectos de las sanciones son limitados y que Rusia ha conseguido estabilizar el frente
Rusia aceptó hace un año que ni podía avanzar en el campo de batalla ucraniano ni podía resistir la contraofensiva. Optó por aprovechar los duros meses de invierno para desarrollar una nueva estrategia. En el plano militar se abrieron trincheras, se minó una enorme cantidad de terreno, se abrieron zanjas para dificultar el avance de los medios mecanizados enemigos y se dispuso un despliegue móvil de la artillería, apoyada en un enjambre de drones, para dificultar la concentración de unidades pesadas ucranianas. Si el objetivo de éstas era romper las líneas de defensa, llegar al mar de Azov y quebrar la cadena logística rusa, aislando definitivamente la península de Crimea, lo cierto es que eso no ha ocurrido. Sin cuestionar la importancia de las capacidades militares recibidas desde los estados miembros de la Alianza Atlántica y algún otro estado, la realidad es que ha faltado tiempo para incorporarlas plenamente, aparte de los problemas logísticos derivados de una excesiva variedad de sistemas de armas. Para Rusia resistir es vencer, porque, aun habiendo tenido que ceder terreno en relación con lo conquistado en las primeras semanas de la invasión, retiene el equivalente, en números gruesos, al doble de lo ya controlado tras las campañas de 2014 y 2015.
Pero el plano militar es sólo un aspecto del campo de batalla real. Conviene tener presente otros dos para hacernos una idea más precisa de la situación. La Alianza Atlántica, bajo el liderazgo de Estados Unidos, optó por aplicar un duro régimen de sanciones a Rusia para que, fuera cual fuera el resultado final de la guerra, el coste para Moscú tuviera un efecto disuasorio de cara al futuro. El daño infligido es real, no está claro que haya tenido un efecto disuasor, pero, sobre todo, ha convertido a Rusia en un vasallo de China, fortaleciendo a esta potencia tanto económica como diplomáticamente, por lo menos en el corto plazo.
La opción rusa por la defensa en el plano militar era parte de una estrategia de desgaste, con efectos militares, económicos, políticos y diplomáticos, tanto sobre Ucrania como sobre la Alianza Atlántica. Ucrania debía entender que el coste del avance sería tan alto que finalmente no podría asumirlo. Los miembros de la Alianza debían dejar atrás las expresiones de unidad, el optimismo sobre las consecuencias de sus sanciones y el convencimiento de que era posible la plena recuperación del territorio ucraniano para en cambio asumir que el frente se estancaría y que no podrían seguir manteniendo su nivel de apoyo. Ni tenían dinero para ello ni entereza para seguir financiando una carnicería abocada al fracaso.
Los rusos han sido vanguardia en la definición del nuevo campo de batalla, un espacio «multi-dominio» en el que la manipulación de la opinión pública a partir de los modernos medios de comunicación es crítica. Para ellos unas sociedades democráticas tensadas por los efectos de la Globalización y la Revolución Digital, que han perdido la confianza en sus elites por varias y justificadas razones, son un terreno fértil para la división y la propaganda.
La reciente victoria en las elecciones eslovacas de una formación prorrusa, en línea con la posición húngara, supone un paso en el proceso de descomposición del frente atlántico en favor de Ucrania. Las nuevas exigencias turcas para aceptar la incorporación de Suecia a la OTAN, el impresionante crecimiento de la extrema derecha alemana, las tensiones entre Polonia y Ucrania, las próximas elecciones europeas y norteamericanas y, en general, el peso creciente de formaciones de derecha e izquierda en el conjunto de los estados europeos que «comprenden» la argumentación rusa o que no están dispuestas, por distintas razones, a mantener la política adoptada al inicio de la guerra, da alas a Rusia para albergar la esperanza de que Ucrania acabará perdiendo el apoyo que les permite mantener la ofensiva.
La idea de que el bloque occidental carece de «paciencia estratégica», de que no es capaz de mantener una posición exigente en el tiempo, ha calado en el resto del mundo. La experiencia histórica lo confirma. De ahí que sus enemigos se apoyen, aun sin saberlo, en el consejo que Carrero Blanco dio a Franco en el comienzo del limitado aislamiento impuesto por Naciones Unidas al Régimen: «Esperar y aguantar». Para otros muchos esa inconsistencia crítica es razón para mantener una higiénica distancia del bloque occidental, equilibrando las relaciones en una prudente triangulación.
El futuro no está escrito. Rusia está pagando un precio altísimo por esta aventura, pero, al elevarla a la condición de «guerra patria», la población parece dispuesta a asumir el sacrificio. Nosotros, los europeos, no supimos entender el escenario y, desde el momento en que el primer carro de combate ruso entró en la Ucrania hasta entonces no ocupada, perdimos. No fuimos capaces de mantener la paz en nuestro propio entorno, teniendo que recurrir de nuevo al protectorado de Estados Unidos. Ahora nos toca mantener la unidad, aun a sabiendas de que los efectos de las sanciones son limitados y que Rusia ha conseguido estabilizar el frente. El Gobierno de Moscú va a alimentar, directa e indirectamente, las voces críticas a la posición vi-gente, convirtiendo el frente político en el campo de batalla central de la guerra de Ucrania. Que nadie se engañe. Este pulso no va sólo de la defensa de la soberanía de Ucrania. Lo que está en juego es el sistema de seguridad europeo y su vínculo con Estados Unidos. Esa es una de las razones por las que China está dispuesta a respaldar a Rusia en una guerra que entra en contradicción con los fundamentos de su retórica diplomática, con el coste que ello implica.