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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Toca reaccionar como con Miguel Ángel Blanco

El desafío de Sánchez es peor que el lanzado por ETA hace 25 años y exige una respuesta aún más contundente y cívica que entonces

Actualizada 01:30

Este domingo tuve el placer de leer en Burgos, por invitación de la espléndida alcaldesa que tiene esa maravillosa ciudad castellana, Cristina Ayala, el manifiesto contra la amnistía que coronó la concentración de estupefactos españoles que ha salido a la calle masivamente, en paz, a plena luz del día y a la vez en las capitales de provincia de toda España.

La última vez que hice algo así fue el sábado 12 de julio de 1997, hace más de 25 años, en una sobrecogedora plaza de Cervantes en mi Alcalá de Henares repleta de manos blancas que imploraban, sin éxito, la liberación de Miguel Ángel Blanco.

La conexión entre ambos episodios y la distancia cronológica entre los dos permite apreciar la magnitud de la tragedia que, entonces con ETA y hoy con Sánchez, siente una abrumadora mayoría de ciudadanos. De nuevo se sienten atacados, señalados y concernidos por un desafío que afecta a lo más profundo de su identidad individual y colectiva.

La diferencia es que, en aquel tristísimo caso, el pulso procedió de una banda terrorista y hoy, desgraciadamente, nace del presidente en funciones del Gobierno, convertido en el principal promotor de la agresión y no en su máximo obstáculo, lo que traiciona la naturaleza fundacional de su cargo.

El policía no puede aliarse con el ladrón, como el responsable del Ejecutivo de España no puede serlo gracias a los declarados enemigos de su Nación que, además, confiesan sin pudor que solo le dan respaldo si a cambio obtienen ayuda para culminar su desvarío.

Sánchez ha cometido un fraude electoral al presentarse ante los votantes con el compromiso expreso de rechazar una amnistía y evitar un referéndum y, una vez cerradas las urnas, está incurriendo en alta traición al impulsar ambos para conservar el puesto, sin que importen demasiado las precisiones, los plazos y las fórmulas para concretar todas las ilegalidades.

Con independencia de cómo sea exactamente la amnistía y cuáles sean las condiciones de la consulta, la traición ya se ha consumado: no solo por asumir la agenda separatista como propia y convertir a la víctima de un Golpe de Estado en culpable de represión contra los insurgentes; sino porque la mera aceptación del relato de Puigdemont, Otegi y Junqueras ya comporta una destrucción del Estado de Derecho, un ataque a la separación de poderes, un desbordamiento de la Constitución, una desmembración legal, territorial e institucional y una estigmatización de media España, transformada de repente en enemiga de un supuesto «bloque social» que en realidad no existe.

Porque los pactos de Sánchez no se sustentan en un proyecto en común, discutible pero legítimo, sino en el espurio negocio mafioso entre distintas «famiglias» que solo se unen para repartirse el botín que cada una necesita, para desarrollar un plan incompatible con el de su socio, agresivo contra los excluidos y demoledor para las reglas, derechos, obligaciones y libertades definitorias de una democracia sana. Y para evitar, con esa fórmula siciliana, que prospere ya nunca una alternativa.

La mera suma aritmética en el Parlamento no es suficiente para justificar decisiones contrarias a la Constitución a las que se intenta dar apariencia constitucional por el mecanismo predemocrático de asaltar primero los contrapoderes y utilizarlos, espuriamente, para legalizar lo ilegalizable, adaptando las reglas a las necesidades personales en lugar de limitando las maniobras por respeto a ellas.

Sánchez se está comprando la Presidencia, con sus exiguos 121 diputados, como si fueran los plazos que un secuestrado abona a sus secuestradores, y no como el líder de un impulso reformista que solventa las discrepancias con un esfuerzo de cesiones y renuncias recíprocas con unos aliados con los que comparte, al menos, la aceptación del marco democrático vigente.

La agresión al modelo del 78, en su conjunto, es el inviable coste que una minoría decisiva pone para, pese a su irrelevancia, decantar el color de un Gobierno que no puede representar a las mayorías ni custodiar las reglas garantistas de la convivencia entre distintos si acepta ese chantaje egoísta.

Con Miguel Ángel Blanco alzamos las manos blancas y tomamos las calles al sentirnos señalados por las pistolas que acabaron con su vida. Y ahora, con Sánchez, las alzamos con más estruendo y energía aún al comprobar, espeluznados, que quien nos apunta es nada menos el propio presidente del Gobierno, lacayo de unos extorsionadores y sicario contra todos los demócratas.

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