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El observadorFlorentino Portero

Marca España

Rechazada la Transición toca reescribir la Constitución para que, ahora sí, los derrotados de antaño se conviertan en vencedores

Actualizada 01:30

La política exterior es siempre una expresión de la política interior, núcleo fundamental de lo que genéricamente entendemos como política. Es en casa donde resolvemos lo relativo a la identidad, valores y principios, objetivos y medios para alcanzarlos. En nuestro caso hay una quiebra fundamental en la transición del singular régimen de Franco, consecuencia de la Guerra Civil, a la Monarquía parlamentaria establecida en la Constitución de 1978. Fue un tiempo vivido con sentido de la responsabilidad, en el que se llegó a acuerdos políticos que actuaron como cimiento de la ley fundamental y del sistema político derivado de ella.

Tras un inicio balbuceante, en el que Adolfo Suárez, víctima del antinorteamericanismo característico tanto de la derecha franquista como de la izquierda radical, trató de situar a España en los aledaños del movimiento tercermundista, la diplomacia española se encaminó a lograr su acceso a las comunidades europeas y a refundar su estrecha relación con Estados Unidos, viciada por el apoyo al régimen de Franco por los Acuerdos de 1953. España trataba de consolidarse como un Estado democrático serio y fiable, para ocupar «el sitio que le correspondía» en los organismos internacionales surgidos tras la II Guerra Mundial.

Tanto los gobiernos de Felipe González como los de José María Aznar no dudaban que era objetivo indiscutible situarnos en la posición de mayor influencia posible. Sus políticas no fueron coincidentes, aunque en lo fundamental hubo continuidad. Más federalista en cuestiones europeas el primero, confederal el segundo. Discreto defensor de unas buenas relaciones con Estados Unidos el primero, más claro partidario el segundo. Diferencias de tono, a partir de acuerdos de fondo sobre la Transición y la Constitución.

Con la llegada de Rodríguez Zapatero al Gobierno, en circunstancias excepcionales, se abrió el debate sobre la legitimidad de la Transición. Para la renovada izquierda, que el nuevo presidente representaba, aquellos acuerdos entre dirigentes del franquismo y otros de la oposición habían implicado cesiones por parte de estos últimos que suponían una merma democrática. Frente a la «reforma» se proponía una «ruptura» que supusiera una inequívoca condena del régimen anterior desde la legitimidad democrática que fuerzas de la oposición reclamaban para sí, aunque su historia fuera un claro exponente de su militancia antidemocrática. Llegó el momento de la «memoria histórica». Frente a la historia se quería imponer un relato que condenaba a unos y exculpaba a otros.

La nueva política exterior reflejaba el ensimismamiento al que llevaba la apertura de las viejas diferencias, el nuevo frentismo. España renunciaba a la primera línea, buscando el cobijo de las instituciones europeas y de sus potencias de mayor relieve. Estados Unidos volvía a ser culpable, por haber apoyado al Régimen de Franco y por ser el baluarte de la economía de libre de mercado, del «orden liberal». La nueva izquierda latinoamericana y los movimientos antioccidentales en el mundo árabe se hacían merecedores de nuestra cooperación. Perdíamos peso en Washington y Bruselas, un proceso que el Gobierno de Rajoy, poco interesado en mejorar las relaciones con Estados Unidos y atrapado en una crisis económica agravada por la pésima gestión de su predecesor, no supo reconducir.

Entramos ahora en una nueva fase que va más allá del cuestionamiento de los fundamentos de la Transición. Tocará afrontar sus efectos. Si dañamos conscientemente los cimientos de un edificio es solo cuestión de tiempo que aparezcan las grietas. Rechazada la Transición toca reescribir la Constitución para que, ahora sí, los derrotados de antaño se conviertan en vencedores. Que los terroristas y golpistas nos den lecciones de democracia. Puesto que no es posible hacerlo desde la legalidad se hará violando la Constitución, asaltando la división de poderes y el Estado de derecho. Estamos ante el cambio de régimen del que Jaime Mayor nos lleva alertando desde hace años.

Esta situación también supera el marco diplomático recibido. Ahora el problema no es nuestra insignificancia, que por ejemplo el presidente Biden se niegue a dar una rueda de prensa conjunta con Sánchez y éste se vea obligado a montarla en el aparcamiento. Ahora la clave de nuestra acción exterior es asumir, como en los días del régimen de Franco, que España es un problema. Un problema especialmente para la Unión Europea, por lo que supone violar el Estado de derecho, el europeo y el español, animar un proceso independentista e instalarse en el descontrol hacendístico. Un problema para Estados Unidos, por nuestras poco ejemplares amistades y un problema para el espacio iberoamericano, que durante años nos percibió como modelo a seguir. Triste final para la Constitución y para el régimen político que nos ha proporcionado el período en el que hemos dispuesto de más libertad, justicia y bienestar de nuestra historia. Muerte por traición de quien se ha comprometido «por su conciencia y honor» a defenderla, abocando a España a un período de inestabilidad de incierta salida.

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