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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Pero qué petardos

Llama la atención el creciente número de rótulos pedantuelos en inglés que están invadiendo la capital de España

Actualizada 10:19

En Madrid, como en muchas grandes ciudades españolas, han florecido los piji-cafés de diseño. Suelen ser de colores claros, blancos o beige, con una decoración llamativa de modernas formas onduladas y minimalistas. Por un café con leche te clavan un estacazo de tres euros (o más, en días pasados cometí el error táctico de entrar en una de estas cuevas de Ali Babá donde me sacudieron ya 3,5 euros).

Ni siquiera te acercan la consumición a la mesa. Como si se tratase de un McDonalds, o una de esas pollerías Kentucky, has de hacer cola y esperar por tu encargado frente a la barra, usualmente atendida por jóvenes dependientes con careto de hastío infinito, camiseta, mandil con algún letrero en guiri y pendientes en asentamientos insólitos.

En la calle donde vivo han abierto uno de estos locales tan monos. Tras recoger el café –o «flatwhite», para ser exacto– y apoquinar los tres euros preceptivos me senté en un banco de diseño con pretensiones escultóricas. Como no soy precisamente Pau Gasol, me era imposible apoyarme en el respaldo y al tiempo reposar los pies en el suelo. Mis pinreles quedaban levitando en el aire ridículamente. Así que olvidando la comodidad me encorvé sobre la mesa, y entonces vi sobre ella un letrerito: «The use of laptop is not allowed at the tables». Pero qué petardos, pensé, ¿cómo se les ocurre poner el aviso en inglés aquí en Madrid?

La plaga está ya por todas partes. La peluquería donde el gran Ángel me corta el –menguante– pelo se hace llamar «Hair Club». Al lado del periódico, un café que da desayunos y comidas se presenta como «Planet based food & Unusual drinks». Al otro lado de la acera, un oculista rotula su consulta como «eye center». Zara, la gran multinacional española de moda, ya no tiene rebajas, ahora tiene «sales».

Este papanatismo ante la lengua inglesa se ha vuelto obligado entre los ejecutivos. Trabajé un tiempo en una compañía donde las reuniones discurrían en una jerga insufrible. Los directivos se sentían divinos chapurreando casi en «spanglish». El vocabulario de las conversaciones de trabajo parecía la letra de un reguetón de Bad Bunny. A un simple «resumen», palabra bien fácil, lo llamaban un «briefing». Si se hacía un negocio con un fulano se lo denominaba «un partner». La fecha de entrega era el «deadline». Para pedir tu valoración sobre un asunto te demandaban tu «feedback». Las llamadas eran «una call». Pero el gran momento llegaba cuando ante cualquier propuesta del jefe, buena o mala, el inefable pelota de guardia que hay en todas las organizaciones se venía arriba y proclamaba exultante: «¡Esa idea es un win win!».

Los chavales también se han sumado a la fiesta de los anglicismos. El castizo «tío» y «tía» de toda la vida se ha convertido en «bro», de «brother». El flechazo con otra persona ahora se llama «un crush». Fisgar en las redes sociales de los demás es «stalkear» (del verbo inglés «stalk», acechar).

Todo esto sucede disponiendo de un idioma virguero, el español, con una variedad léxica increíble. Una lengua que cada vez estudian más extranjeros y que Estados Unidos hablan casi 60 millones de personas. Opera el mismo mecanismo mental de fascinación ante lo anglosajón que nos ha llevado a importar el Halloween, la gorra de béisbol (no conozco a un europeo al que le quede bien), el café en vaso de cartón y con tapa, o boberías como el «bruch» (que nunca he entendido en que consiste; imagino que al final la cosa va de jalar fuera de hora cuando estás de resaca).

Tal vez mi queja atiende a que me voy haciendo viejo y regañón. O tal vez se debe a que cada vez nos estamos volviendo más tontolabas. O quizá ambas cosas.

En fin... «see you, bro».

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