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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Morir como un can

La creciente renuncia a cualquier tipo de ceremonia funeraria muestra un mundo frío, descorazonador, que da algo de miedo

Actualizada 09:51

Corme es un puerto pesquero del municipio de Ponteceso, allá en el bravío paraíso natural de la Costa da Morte. La localidad es célebre por los percebes de sus azotadas rocas del Roncudo, que pasan por ser los mejores del mundo (y sé que me estoy jugando el puesto si esta afirmación llega a ojos del patriota cedeirés que dirige El Debate).

Cuando yo era muy niño, mis padres nos llevaron una vez unos días de vacaciones a Corme. Realmente no me acuerdo de nada, pero sí de dos historietas, casi de pequeña fábula de García Márquez, que mi padre seguía relatando años después: mi fuga con un circo y la resurrección de Borrachón.

El primero de los sucedidos consiste en que por lo visto hubo un día en que mis padres no daban conmigo. Cuando ya empezaban a ser presas de una enorme preocupación, al parecer me encontraron mezclado con la troupe de un pequeño circo ambulante, con la cara embadurnada de carbonilla y presto para actuar. Dado que es mi única contribución a la farándula guardo cariño por el cuento (aunque mi padre añadía que me gané el único cachete un poco en serio que me aplicó en su vida).

La otra historia de Corme que nos contaba era la de un hostelero local apodado Borrachón, dueño de una fonda y restaurante. Al parecer, en su niñez había experimentado un sensacional caso de catalepsia. Se le dio por muerto, un drama tratándose de un niño, y por supuesto todo el pueblo se congregó en un largo velatorio insomne y compungido. Rayando el alba, se sacó algo de comer para levantar los ánimos y confortar los cuerpos, «unas papas». Y hete aquí que al oír mentar la comida, aquel niño que en el futuro sería conocido como Borrachón despertó del sueño eterno proclamando desde su pequeño ataúd: «¡Yo también quiero papas!», para susto primero y regocijo después de los deudos.

En Europa siempre se supo despedir a los muertos, con largos y sentidos velatorios, entierros concurridos y misas funeral. En España, donde conservamos el tesoro único de la red de afectos familiares, nadie deja solos a los suyos cuando pierden a un ser querido. Admiro a esas familias que acuden como un ejército a confortar al pariente afligido (y todo el que haya pasado por el trance sabe cuánto se agradece). ¿Pero va a ser siempre así?

Te deja mal cuerpo leer una noticia sobre un estudio que ha hecho en el Reino Unido el centro de pensamiento religioso Theos. Ya solo un 47 % de los británicos quieren que los despidan con un oficio religioso o un acto funerario en su memoria. El resto prefieren la vía rápida. Cuando se acabe la partida, al horno y listo. Ni un rezo, ni una reunión. Ni siquiera un puñadito de gente acompañando al féretro en el entierro. El arzobispo de Canterbury cree que hay tres razones para esta renuncia a la despedida final: «Lo consideran como algo caro, irrelevante y que roba tiempo». Los anglosajones empiezan hablar ya de los «grief-bots», programas de inteligencia artificial que se encargarán de dar un consuelo digital a los deudos cuando caiga el telón.

Los británicos que acuden a misa al menos una vez al mes al parecer escapan de la regla general y el 80 % de ellos quieren un funeral, o un velatorio con sus allegados presentes. Tiene sentido. Y es que si no crees en nada, si piensas que somos solo animales sin alma y sin Dios, pues pasó el día pasó la romería. Morirse sería asomarse a un absoluto vacío y nuestras vidas se quedarían en «polvo en el viento», como decía el Libro del Eclesiastés, unas existencias sin sentido ni huella.

Las personas del siglo XXI jugamos a fingir que la muerte no existe. La queremos lejos y como si fuese poco más que un último trámite comercial (de manera significativa, a finales del siglo XX los nuevos tanatorios empezaron a diseñarse con una estética similar a la de los bingos). Vivimos además una creciente epidemia de soledad, como en la triste historia de Eleanor Rigby, la prodigiosa canción de Paul McCartney, que cuenta la muerte de una mujer sin allegados, despedida por un cura cansado en un entierro «al que no vino nadie». Hoy ya es peor que eso. A veces no hay ni ese responso.

Muertes equiparables a la de un can. Sin un salmo, una lágrima de afecto, una anécdota de recuerdo, un himno fúnebre, unas palabras de esperanza y fe de un cura, o unos amigos y familiares portando el féretro con solemnidad. Nada de nada. Al crematorio, que pase el siguiente.

No sé si me convence este proyecto de futuro. Parecían bastante más humanos aquellos velorios aldeanos hasta el alba –y con desayuno con papas entre vecinos y algún espirituoso más o menos furtivo– de los días de Borrachón en Corme. El mundo avanza. Pero no está claro que haya mejorado en todo. Mucho microchip y poco corazón.

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