El gastadísimo despelote, ¡todavía!
A ciertas obras maestras de la cultura y las artes no hay que hacerles nada, solo olvidarse de la corrección política y respetarlas
Si el enorme Giuseppe Verdi, que hizo mutis por el foro en Milán en 1901, retornase a este valle de lágrimas, se quedaría flipado al ver que en vida lo censuraban por avanzado y rompedor y ahora, en cambio, le buscan las cosquillas por carca en nombre de la corrección política.
El 11 de marzo de 1851, Verdi estrenaba en la Fenice de Venecia su hoy celebérrima ópera Rigoletto. La historia se basaba en un drama previo de Víctor Hugo, protagonizado un rey libertino, Francisco I, y su bufón jorobado, Triboulet. El hacha de la censura cayó sobre la obra del genio gabacho. Al día siguiente de su estreno fue suspendida bajo acusación de inmoralidad.
La versión de Verdi, que al principio se iba a llamar «La Maldición», hubo de lidiar también con la tijera de la censura. Para pasar el corte, el maestro y su libretista, su amigo poeta Piave, rebajaron al monarca de Víctor Hugo a la categoría de duque y retiraron alguna escena que discurría en la alcoba de la protagonista.
La historia de Rigoletto, una de las diez óperas hoy más representadas, es archiconocida. Entre risas, el bufón contrahecho anima a su señor, el casquivano Duque de Mantua, a cometer una violación. Pero luego el payaso de la corte lo pagará muy caro cuando le devuelvan la moneda violando a su hija Gilda, el único tesoro de una vida por lo demás totalmente amargada y resentida.
Lógicamente, nadie acude hoy a Rigoletto a la espera de sorprenderse con la historia y su tristísimo desenlace. El más lego de los aficionados sabe de qué va, o la ha visto ya alguna vez, o varias. El común del público espera unas buenas voces, una orquesta competente y una puesta en escena aceptable. Con eso le basta. El resto ya lo aportará la magia infalible de Verdi. Si de propina resulta que hay algún cantante soberbio, pues ideal.
Pero este planteamiento resulta insuficiente para muchos directores de escena pedantes e ideologizados, que quieren dejar su huella, modernizar, buscar «nuevos enfoques». En sus manos, Rigoletto pasa a ser un material de tufillo heteropatriarcal, que ha de ser mitigado con algún tipo de barniz progresista, que diluya sus aristas de incorrección política.
En La donna è mobile, una de las arias más famosas de la historia de la música, el libertino Duque de Mantua canta que «la mujer es cambiante como pluma al viento» y que «siempre es desgraciado quien en ella confía». Y esto en el siglo del MeToo no puede ser.
Rigoletto se representa estos días en el Teatro Real de Madrid, ¿y qué ha hecho el director de escena para paliar el machismo rampante de la conocidísima tonada? Pues muy fácil: rodear al Duque tarambana de prostitutas que fingen con la gestualidad más burda poses diversas de sexo oral. Misión cumplida: ya se ha traído a Verdi al siglo XXI y se le ha dado una nueva carga semántica.
La misma mecánica epatante se repite en la escena final. Cuando Gilda agoniza en manos de su padre, un desenlace que se supone de gran emotividad, el director de escena los rodea de una docena de señoras y señores en pelota picada, sin que se sepa muy bien qué pintan, o qué aportan a la trágica muerte que se está representando, más allá de distraer de la emoción que intentan transmitir la partitura de Verdi y las palabras de Francesco María Piave. Pero creen que queda moderno. Cuando a estas alturas ya no hay nada más antiguo que enseñar cacha para llamar la atención.
Que en pleno siglo XXI existan profesionales del teatro y la ópera que piensan que recurrir al gastadísimo despelote supone una audaz forma de provocación refleja que ni conocen al público ni tienen imaginación. Nada más facilón. Tampoco supone dificultad alguna representar el sexo de la manera más soez posible.
El público, que es cualquier cosa menos imbécil, se aburre con estas boberías seudo provocadoras, y por eso al Rigoletto del Real le cayó un abucheo épico en la noche del estreno (recomiendo la crónica en este periódico de César Wonenburger, probablemente el mejor crítico de ópera hoy en España). Verdi puede con todo y la orquesta era fina, así que personalmente lo pasé bien. Pero ver al Duque de Mantua vestido como Maluma, a Rigoletto sin chepa ni traje de bufón, la taberna italiana de la escena final convertida en una jaima magrebí y la profusión de coristas obligados a pasar frío en diciembre no mejoró en nada mi disfrute de la ópera.
Como tantas veces, los que llevan el Real han querido ser supermodernos y epatar a la burguesía que apoquina las (carísimas) entradas, que no se va a impresionar con estas fruslerías. Pero lo que han logrado es zambullirse en la horterada. Verdi es Verdi y Lady Gaga es Lady Gaga. Y cada uno está bien en lo suyo. A ciertas obras de la cultura y las artes no hay que hacerles nada, solo respetarlas y procurar no dar demasiado el coñazo.