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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Esa actitud lánguida, ese me da igual

El mayor problema de España no es político, es social: un país donde está hundiéndose el deseo de prosperar y el marco moral de nuestros ancestros

Actualizada 07:07

Aunque un mal gobierno puede cargarse una nación, siempre he creído que sobrevaloramos el peso de la política e infravaloramos el de la psique colectiva, los valores que animan a los pueblos. Por eso creo que el auténtico problema de España no es político, sino mental: vivimos en un país donde están erosionándose los dos pilares que acaban haciendo grandes a las naciones, que no son otros que el deseo de prosperar en la vida y una integridad moral bien extendida.

A lo largo de los siglos, la izquierda prestó sus servicios al presionar para que se instaurasen ciertos derechos sociales que hoy damos por descontados y que asume también la derecha. Pero la izquierda no le sienta bien a los países a medio y largo plazo, porque no entiende al ser humano tal y como es –lo idealiza– y en la práctica tiende a adocenarlo. Además, desprecia la valía de la historia, la tradición y la fe.

Cuando un país se pasa décadas sumido en los esquemas mentales de la izquierda –y más en su formulación actual antipatriótica–, esa nación se apolilla, pierde empuje y acaba arribando a las orillas de una lánguida igualación a la baja. Y eso es lo que ha ocurrido en España, donde el paradigma de la conformidad izquierdista está tan afianzado que ha llegado a impregnar incluso a la supuesta derecha (Rajoy, por ejemplo, desarrollaba en realidad una política socialdemócrata suave). España nunca ha sido un país realmente liberal, pensado y construido para que vuelen los empresarios. Hasta el propio Franco en su primera etapa abrazó un proteccionismo social que hoy firmaría Podemos –véase el «Fuero del trabajo» de 1938–, y de hecho cuando el régimen se liberaliza un poco con los tecnócratas es cuando por fin el país empieza a despegar.

La actitud lánguida que fomenta la izquierda, el conformarse con una comodona igualación a la baja, se extrema entre los españoles que hoy tienen menos de 40 años. «No se puede vivir para trabajar», me espetó molesta en una discusión una mujer treintañera de alta inteligencia, estudios superiores y empleada en una buena empresa. Le respondí que no conozco un solo caso de una persona que haya hecho algo de gran valía, en cualquier ámbito, sin dedicarse a su materia con una enorme laboriosidad. No logré convencerla: «El trabajo no lo es todo», me repitió con careto de desagrado ante mis tesis. Y es cierto, no lo es todo. Pero el éxito sin esfuerzo es una quimera.

Las generaciones de nuestros padres y abuelos trabajaron como descosidos. Millones de españoles lograron gracias a ese esfuerzo colectivo pasar en una generación o dos del arado de la aldea, o del remo de la pesca, a la pequeña burguesía. Lógicamente, el país prosperó gracias a ese sensacional salto. Esas generaciones contaban además con un marco moral dominante, el del catolicismo, que en la práctica mitigaba muchos comportamientos nocivos para cualquier sociedad. Esas generaciones tenían la manifiesta y legítima ilusión de que sus hijos viviesen mejor que ellos, y se deslomaban para que así fuese (hoy animarse a tener hijos va camino de constituir una excentricidad, porque resulta cansado).

Nuestros padres y abuelos vivían estimulados por una ilusión de progreso, que no de «progresismo». Por último, existía un compromiso natural con el propio país, un elemental patriotismo, que ahora a veces parece reservarse tan solo para la esfera regional.

Nuestro largo experimento socialista, con el dominio del PSOE; el relativismo moral del tiempo presente y el propio conformismo que provoca el buen vivir han cambiado la mentalidad de los españoles. El nuevo paradigma es lo que podríamos llamar la actitud lánguida. ¿Currar? Sí, «pero sin matarse mucho, eh». ¿La patria? «Uff, qué rancio me suena eso». ¿Informarse, saber lo qué pasa? «Solo por TikTok y redes». ¿Hijos? «No me llega la pasta, así que prefiero viajar». ¿Sánchez está destrozando el país? «A mi ese rollo no me preocupa, yo estoy a otra cosa».

Lo importante es «el finde», las plataformas, las redes y «los colegas». Si cuentas con un empleo poco exigente, aunque sea de pequeño sueldo, o eres funcionario de algo, puedes apañarte bastante bien, sobre todo en las pequeñas localidades, porque la sanidad es gratis y la educación, también. Si encima has heredado algo de tus padres o abuelos, capitán general. Y si todo va mal, siempre hay una paguita del Estado o de la comunidad para ir tirando. El Netflix, el wifi y las cañitas están garantizados. Incluso de cuando en vez te da para un Ryanair. ¿Para qué esforzarse más? No se debe vivir para trabajar. Y el que lo hace y triunfa, pues lo abrasamos a impuestos, por «rico» y por sospechoso.

El dulce aroma del socialismo. La maravilla que entumece el alma de las naciones. A pesar de espléndidas excepciones en gente de todas las edades, eso es lo que impera cada vez más en España.

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