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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Creer para entender, que decía el clásico

La celebración del nacimiento de Jesús da una esperanza real en un mundo que al final siempre es un poco horrible

Actualizada 01:30

De todas las historias navideñas, tal vez la que más me gusta es la de la tregua de Navidad de 1914 en los gélidos campos de Flandes. Al comienzo de aquella horripilante escabechina que fue la I Guerra Mundial, una cuita absurda de imperios ya en decadencia, los soldados alemanes y británicos abrazaron la paz de manera espontánea durante la velada de Nochebuena. Por unas horas, y a espaldas de sus mandos, dejaron de combatir. Salieron de las madrigueras de su trincheras para intercambiar tabaco y algún espirituoso sobre la helada y requemada tierra de nadie. Retiraron con respeto los cadáveres de los suyos. Y luego charlaron. Jugaron a las cartas. Se mostraron los retratos de sus novias y mujeres en sobadas fotitos sepia. Cantaron juntos alguna tonada de las que compartían entonces todos los pueblos de Europa. La leyenda cuenta que aquellos chavales, condenados en breve al matadero, incluso acabaron disputando una pachanguita futbolera (los ingleses dicen que ganaron 3-2, los alemanes sostienen que el resultado fue exactamente el contrario). Al mando no le gustó aquello. Muy pronto la maquinaria de las trincheras enfangadas, los obuses y el gas se puso otra vez en marcha. Pero en la memoria ha quedado aquel paréntesis. Un ejemplo hermoso de la paz de Dios.

En contra de lo que pueda parecer no vivimos en el periodo más brutal de la historia. Todo lo contrario. El mundo es hoy menos violento. Los agoreros vaticinios maltusianos han fallado también, porque las hambrunas se han reducido y la educación ha mejorado hasta en los lugares más postrados. En un solo día de la Segunda Guerra Mundial, cénit histórico del horror, se registraban más muertos que en una semana larga de las conflagraciones actuales. Pero aún así, llevamos casi dos años con una lucha bárbara en Ucrania, que siega centenares de vidas al día, y en Palestina ha vuelto a estallar la violencia de palestinos contra judíos, y viceversa. Además, si la economía china continúa carraspeando, la dictadura del PCC puede embarcarse en 2024 en la invasión de Taiwán, como una cortina de humo nacionalista que distraiga del estancamiento interno. Estados Unidos, enfrascado en un año electoral, tendría entonces que sostener con sus fondos y armas tres guerras del estilo «proxy war»: Ucrania, Israel y Taiwán. Es dudoso que la nueva Roma, que enfila ya la cuesta abajo, tenga pulmón económico y voluntad política para afrontar semejante prueba.

El mundo parece hoy un lugar sombrío, que hace equilibrios sobre el alambre. En realidad siempre ha sido un lugar bastante deprimente, trufado de catástrofes naturales, crímenes estremecedores, guerras y enfermedades. Es la condición humana. Sin embargo, para los cristianos existe una balsa de esperanza y seguridad, que flota intacta siglo tras siglo sobre las marejadas. La celebración del nacimiento de Jesús supone un paréntesis de luz y calma, que debería ser permanente.

No existe historia más bonita. Un joven matrimonio afronta un parto en la provisionalidad de un viaje obligatorio desde Galilea a Belén, en los montes de Judea, a donde han tenido que acudir para cumplir con el censo universal que ha encargado César Augusto. El varón acepta con delicadeza el embarazo misterioso, inexplicable, de su pareja. Dios elige para nacer el marco más modesto que quepa imaginar, un establo, metáfora perfecta contra el culto absurdo al becerro de oro que continúa envenenando nuestras vidas. Pero en seguida los ángeles del cielo avisan a los pastores que velan por la zona de que allí ha pasado algo excepcional. Ha llegado el Mesías, el de verdad, el único, el tan esperado. El niño es saludado enseguida con alegría y reverencia por los más humildes. También lo agasajarán unos enigmáticos magos de Oriente, que llegan a la cuadra de Belén siguiendo un halo de luz. Jesucristo ofrecerá algo inédito y maravilloso: un mensaje de amor sin condiciones, que culminará con la entrega de su propia vida en el peor de los suplicios. Su prédica clausura la crueldad inflexible de la ley del talión y trae la orden del perdonar, absolutamente, siempre. No hay ansias imperiales en Él. No hay sueños de califato y sometimiento militar. Solo paz, cariño y caridad. Jesucristo-Dios ofrece la posibilidad de alcanzar la pureza a esa pequeña criatura falible y tiznada de errores que somos todos. Ha llegado la curación. Por eso el cristianismo abraza al planeta.

«Creo para entender», dijo el inteligente Agustín de Hipona enfrentado al misterio de Jesús allá en los siglos IV y V. Hay gente a la que no le gusta la Navidad. Una opción comprensible si no se quiere ver nada más de la (entretenida) espuma del copeo, los langostinos, las luces de colores y unas pelis y canciones rebozadas en sacarina.

Contemplo ahora desde la ventana un Atlántico calmo, entre azul claro y verdoso, mientras en casa suena Aretha Franklin cantando un himno gospel de adoración con un sentimiento que hace volar los espíritus. La obra de Dios parece sonreír sobre el Golfo Ártabro de los romanos.

Feliz Nochebuena, queridos amigos.

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