Pamplona para Bildu es como Jerusalén para Hamás
El PSOE culmina su irreversible degradación regalándole Navarra a Bildu a cambio de que Sánchez sea presidente
Si nada lo remedia hoy, y nada lo remediará, el PSOE hará alcalde de Pamplona a un señor de Bildu que ya lo fue en 2015, dejando como principal legado de su mandato una decisión elocuente: dio permiso para que Sare, otra de las múltiples siglas que conforman el universo filoetarra, instalara en la vía pública una celda simulada como las de los presos de ETA.
Se trataba de hacerle vivir al personal el «sufrimiento» de los terroristas, por alguna razón repugnante más importante para esta tropa que el de sus víctimas. Podían haber recreado el asesinato de Tomás Caballero, el más icónico de los 27 cometidos por ETA en Navarra, ocho de ellos pendientes de resolver, en ese paquete de 374 que el Parlamento Europeo ha exigido aclarar, con la pedorreta de Peio Santxez por respuesta.
Pero el bueno de Joseba, que un día repudió un poco un crimen porque dañaba a los objetivos de euskaldunizar el Reino Foral, creyó conveniente recrear el chabolo de un Txapote cualquiera, una habitación del Ritz al lado del zulo de Ortega Lara y no digamos de la tumba de Miguel Ángel Blanco, trasladada a Orense tras sufrir reiteradas profanaciones en su ubicación original en Ermua.
El tal Asirón es un poco menos filoetarra que Otegi, al menos hasta que ingresó en Bildu y comenzó a renegar de «todas las violencias», la fórmula repugnante para establecer un paralelismo entre el terrorismo y la respuesta del Estado, legítima por definición y extensible, por cierto, a la persecución de los abusos que algunos cometieron en su nombre: el general Galindo terminó en prisión; a Ternera lo hicieron diputado y le pondrán una calle, con aurreskus de bienvenida y el trato de héroe de la Resistencia.
El tal Joseba desembarca en Pamplona para cumplir los objetivos de ETA, idénticos a los de Sortu, la Batasuna 2.0 que usa el disfraz de Bildu para que el caníbal simule ser vegetariano: convertir la tierra del Rey Sancho, decisivo en frenar al califato y en sembrar la semilla de la España cristiana, en una extensión de la Narnia abertzale que es Euskal Herria.
Regalarle Pamplona a Otegi es como cederle Jerusalén a Hamás: la satisfacción de ver coronado el sueño húmedo de conquistar la mítica capital de su reino de fantasía, legitimando de paso el relato de que todos los excesos previos para lograrlo tuvieron sentido.
Los mismos que buscan atenuantes en la trayectoria del inminente alcalde, y de sus siniestros jefes, son los que señalan agravantes en todos sus rivales, sean personas, partidos o entidades de toda laya: a Asirón, como a todo viejo camarada, le llega con lamentar el dolor causado, sin condenarlo ni perseguir a sus autores ni exigirles que se disculpen; pero al Papa hay que exigirle penitencia por Torquemada y al PP y Vox por Franco, aunque ninguno existiera en esa época.
De todas las tropelías perpetradas por Sánchez, la navarra casi es la peor: añade un fuego más al incendio del País Vasco y de Cataluña y lo hace irreversible, como los otros dos. Porque ya nada hará retroceder a un separatismo que ha escrito todos sus renglones torcidos, a menudo con sangre y siempre con xenofobia, hasta que el líder del PSOE los ha enderezado artificialmente a cambio de un despacho en la Moncloa.
Si yo fuera familiar de un muerto de ETA, hoy dudaría de si de verdad mereció la pena: la única razón para asimilar ese dolor fue la noble causa que les llevó a sufrirlo. Y esa causa, gracias a Sánchez, ha desaparecido: su rendición en Tierra Santa ante los fundamentalistas obliga a preguntarse para qué tanto tiro en la nuca si, al final, a otro le ha llegado con poner el culo.