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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Las últimas olas de Brian Wilson

Ahora que su familia lo ha incapacitado por demencia recordamos su último milagro, cuando ya mayor y enfermo lograba tras su piano viajar un mundo mejor

Actualizada 01:30

Sus cinco hijos adoptivos acaban de incapacitar por «demencia» en un juzgado de Los Ángeles a Brian Douglas Wilson, de 81 años, unas semanas después de la muerte de su mujer, Melinda, una ex modelo y ex vendedora de berlinas Cadillac a cuyo cargo vivía desde hacía 28 años. Brian, que sufre un «desorden degenerativo serio», ya no se vale por sí mismo y quedará al cargo de dos tutores.

Estamos hablando de un genio de la música del siglo XX, que inventó lo que él llamaba las «sinfonías de bolsillo». Paul McCartney considera que su canción God only knows es tal vez la mejor que se haya escrito (y no estamos muy en desacuerdo). Cuando tuvo ocasión de cantarla con él en una gala benéfica en 2002, el viejo beatle se quebró en los ensayos y rompió a llorar sobrecogido.

Brian, el mago de los Beach Boys, un talento precoz que compuso su primera canción a los doce años y que se pasó parte de su infancia encerrado con su piano y escuchando y copiando discos, aprendió de George Gershwin, de las catedrales de sonido pop del locuelo Phil Spector, de la elegancia comercial de Burt Bacharach… y acabó sofisticando la música juvenil y llevándola a otro estadio superior. Sus audacias y sus investigaciones en el estudio fueron lo que espoleó la innovación de los Beatles.

Según el ránking de la revista Rolling Stone, el segundo mejor disco de la historia es Pet sounds, publicado por los Beach Boys en 1966 (en lo alto del podio sitúan el What’s goin on de Marvin Gaye). Para The Times, el número uno, lo mejor que se ha grabado, es Pet sounds. Se trata de un precioso disco de aroma otoñal, incluso espiritual, en el que Brian Wilson pone melodía a la melancolía de dejar atrás la infancia y pasar a la vida adulta.

Su niñez, sin embargo, no fue un edén. Hijo de un músico californiano menor de ancestros suecos y británicos, sufrió con el divorcio de sus padres y con el maltrato de un padre tiránico. Hay quien sostiene que la sordera de su oído izquierdo se debió a un guantazo que le arreó cuando tenía once años.

Tímido y raro, con tendencia a engordar y abismado en su mundo, Brian no vivió el mito de los guateques perfectos y las olas mágicas en playas soleadas que hicieron famosos a los Beach Boys, la banda que fundó con sus hermanos y sus primos («nunca surfeé, porque me daba miedo»). Tampoco poesía una cabeza lo suficientemente fuerte como para sobrellevar el trajín de las giras y la fama. Y reventó. En un vuelo de Los Ángels a Houston con su banda se pasó todo el trayecto llorando de manera inconsolable y sin razón aparente. Poco después se dio de baja en las giras, experimentó con el LSD y se encerró de manera obsesiva en el estudio. De todo aquello saldría el asombroso Pet Sounds. Y también una cabeza como una grillera, un poco al estilo del Syd Barrett de Pink Floyd, aunque en versión más funcional.

Entre 1973 y 1975, Brian Wilson se convierten en un recluso en su mansión, dedicado a beber, drogarse, comer de manera compulsiva y ver la televisión. Degenera en una masa flipada de 140 kilos. Por supuesto: en estas historias estadounidenses de mitos tocados siempre aparece el inevitable médico. El de Wilson fue el psiquiatra Eugene Landy, que le diagnostica erróneamente esquizofrenia paranoide, lo atiborra de pastillas, logra bajar su peso a «solo» 90 kilos y lo saca del encierro. A cambio se apodera de su vida y hasta de los derechos de su música. A finales de los ochenta, la familia logra por fin en los tribunales que se le retire la licencia para ejercer la medicina y Brian vuelve a ser libre, aunque parece no tener remedio.

Hasta que aparece un último tren, la vendedora de Cadillac, la guapa y eficaz Melinda. Poco a poco se encariña con aquel tipo desvalido de mirada inocente, que necesita a gritos unos gramos de amor, y al final se casa con él en 1995. Ella lo obliga a llevar una vida controlada. Todos los días los mismos hábitos: visita al café deli vecino de la dacha de Berverly Hills donde viven, paseo por el parque, y a casa, a su pasatiempo favorito, ver La Ruleta de la Fortuna en la tele. Con paciencia incluso logra que vuelva a subirse a los escenarios.

En mayo de 2016 acudí sin muchas expectativas a ver a Brian Wilson y su perfecta banda de diez acompañantes en el London Palladium, un famoso teatro decimonónico de 2.500 butacas. Tocaba el Pet sounds íntegro, como si fuesen uno de esos grupos tributo. Era la tercera y última noche. El teatro londinense estaba lleno, con veteranos con camisas hawaianas, chavales post mod y parejas que simplemente habían venido a pasárselo bien. Wilson, que al mes siguiente iba a cumplir 74 años, se definía por entonces como «un hombre ansioso, depresivo y con un montón de miedos». Lo sacaron al escenario cogido del brazo y lo condujeron al lustroso piano. Era un hombre grandullón ataviado con una camisa negra floja, de andares robóticos, que parecía estar en cualquier otro sitio menos allí y que avanzaba mirando al techo. Pero cuando se sentó al teclado y comenzó a cantar… El tabaco, sus malas aficiones y la edad habían restado algo de brillo a su voz; sufría en los agudos y la medicación volvía algunos fraseos un tanto maquinales. Sin embargo continuó perseverando, avanzando en su obra, y acabó rubricando un pequeño milagro. Hubo un momento del concierto en que Brian estaba realmente en otro mundo, un lugar mejor, ajeno a los dolores de este; en una comunión perfecta con su música que era capaz de transmitirnos. Hasta se le escapaba por la comisura de los labios una sonrisa esquiva de reconocimiento ante lo bien hecho.

En aquel escenario volvimos a sentir, una vez más, que la música son las matemáticas de Dios.

La última canción de la velada fue Amor y redención, título perfecto para una vida de cimas y abismos. Tras los aplausos finales de un teatro rendido, un músico joven de su banda lo ayudó con delicadeza a levantarse del piano y salió torpemente del escenario apoyándose en él. La magia ya se había evaporado. Aquel ser que acababa de rozar el cielo con sus canciones era otra vez un individuo inerte, de una fragilidad que invitaba a la compasión. Pero, Brian, allá donde estés y allá donde te hayan metido, que sepas que nunca olvidaremos aquella noche.

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