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Mal menor, bien mayor

Los populares se congratulan de su triunfo en Andalucía y en Galicia, victorias plagadas de localismos, sin pensar que es pan para hoy, hambre mañana: es lo que tiene el mal menor que ha olvidado que lo es

Actualizada 01:30

Cuando somos jóvenes, el concepto del «mal menor» nos pone de los nervios. Todos hemos tenido una idea de cómo deberían ser las cosas, algo que nos condujo quizá a la intransigencia y a la obstinación. Es normal y está bien que así sea. Está bien porque nos recuerda que las ideas de lo bueno y lo justo están, en cierto modo, de fábrica en nuestro software cerebral. Resultan necesarias para ayudar a despertar de la resignación –incluso del cinismo– a quienes ya han vivido varias décadas y no tienen fuerza moral, de ánimo o incluso física para salir de la apatía o del determinismo catastrofista. Existe una simbiosis bella y necesaria entre generaciones cuando hay humildad y ganas de aprender por ambas partes.

Lo que no resulta tan sencillo de definir es qué es el mal menor y cuáles son sus límites: ¿cuándo es puro cinismo y cuándo sabiduría acumulada que nos enseña la diferencia entre teoría y práctica? Lo más importante, sin embargo, es tener presente que el mal menor debe ser transitorio y tiene que intentar reconducirse hacia la idea del bien mayor. El bien mayor es parecido a la idea kantiana de «idea regulativa de la razón»: un concepto que no tiene «existencia real» porque es inalcanzable en la práctica, pero que resulta necesario para guiarnos personal y socialmente. Por ejemplo, puedo tener una idea sobre qué significa ser una buena madre. Sé que nunca llegaré a hacerla real, pero ese concepto guía mis acciones. Sé qué debería hacer y qué no. A través de mi experiencia real de tener hijos seguramente modificaré lo que pensaba sobre la maternidad. Al menos sobre la mía concreta, con su casuística particular. Pero necesitaba esa idea previa para comenzar a guiar mis pasos.

Traslademos esto a la política española. La política es un saber eminentemente práctico, aunque parta de bases teóricas importantes. Como en la ética, se produce esa retroalimentación que surge del continuo pasar de la teoría a la práctica y viceversa. Podría decirse que resulta análoga a la educación de los hijos o, como decía el segundo conde de Rochester, «antes de casarme tenía seis teorías sobre cómo educar a los niños. Ahora tengo seis hijos y ninguna teoría». Aun teniendo su parte de verdad, resulta sólo un comentario jocoso; todo padre sabe que hay cosas que no deben hacerse, o que se debería recurrir a ellas sólo en último extremo y con ánimo de reconducir las cosas posteriormente: el mal menor no debe perder de vista el bien mayor.

El estado de las autonomías resultó una forma ingenua de buscar el mal menor dentro de las complicadas circunstancias de la transición. Ahora, a toro pasado, se ve más claro que resultó una mala idea. En primer lugar, porque no sirvió para aplacar los ánimos de las «regiones históricas» (concepto absurdo donde los haya) si no para todo lo contrario: ¿a alguien le resulta extraño todavía que a quien se le hace sentir especial y, por tanto, con derecho a todo tipo de prebendas, tienda a creerse cada vez más la última coca-cola del desierto y reclame sin sonrojo toda la herencia familiar?).

Un daño colateral es que ha aumentado en muchas otras regiones la obsesión por el «¿qué hay de lo mío?» apelando a «hechos diferenciales», concepto discutido y discutible. Es aquí cuando me pregunto si lo que escogió Manuel Fraga para Galicia (inspirado en Pujol) como mal menor lo considera el PP de ahora un bien mayor. Todo lleva a pensar que sí, teniendo en cuenta los guiñitos de Moreno Bonilla al andalucismo y por actos de Feijoo que resultan desconcertantes, como afirmar que Galicia es una nación sin estado. O como ignorar a Vox al igual que no se menta la soga en casa del ahorcado. Este partido bisoño reivindica el bien mayor: un estado no puede mantenerse unido y fuerte si cada región ha olvidado aquello del divide y vencerás o algo tan básico como lo es el bien común. Ahora bien, el partido de Abascal da la impresión de no tener en cuenta que la población española tiene asumido hasta el tuétano el estado autonómico. Quizá sí lo tiene presente, pero, por lo que sea, el partido no logra hacer llegar a los ciudadanos un mensaje serio y reposado sobre el asunto. El PP, por su lado, debería aclararse. Desconcierta su defensa de España –especialmente beligerante en Ayuso o Álvarez de Toledo– y, al mismo tiempo, su fomento de regionalismos cuyo destino natural e inevitable es convertirse en nacionalismos y, más adelante, en independentismos.

Los populares se congratulan de su triunfo en Andalucía y en Galicia, victorias plagadas de localismos, sin pensar que es pan para hoy, hambre mañana: es lo que tiene el mal menor que ha olvidado que lo es. El mal menor que se cree un fin en sí mismo y no un estado transitorio hacia el bien mayor. No resulta fácil para ninguno de los dos partidos luchar contra el socialismo y las regiones enfermas de independentismo delirante. Pero entre quienes olvidan que el mal menor debería tener fecha de caducidad, y quienes tienen por objetivo el bien mayor y común –aunque no sepan o no puedan comunicarlo y no hayan bajado aún al terreno de lo práctico a nivel nacional- me quedo con Vox. Al fin y al cabo, la exaltación y torpeza de la juventud se cura con el tiempo, pero cuando el cinismo de la vejez arraiga resulta complicado dar marcha atrás.

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