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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Tremenda toña «progresista» en Irlanda

Una abrumadora mayoría ha rechazado en referéndum modificar la Constitución para borrar la familia tradicional y el reconocimiento al rol de la mujer en casa

Actualizada 10:09

A sus 77 años, Steven Spielberg lo tiene todo. En apariencia. Es un rey Midas del cine, celebrado como un genio de su arte, al frente de una familia feliz de seis hijos con una mujer a la que quiere y admira. Y sin embargo se morirá con la cicatriz de una herida: la del divorcio de sus padres, la tragedia de su vida y sustrato de varias de sus mejores películas.

A los 16 años descubrió que su madre, Leah, una pianista de carácter dicharachero, corneaba a su robótico e inteligente padre, Arnold, un pionero de la informática, liándose con un tal Bernie, el mejor amigo del progenitor. Cuando Steven tenía 19 años formalizaron el divorcio. Para proteger a Leah ante sus cuatro hijos, Arnold, que la seguía queriendo, montó el paripé de que era él quien rompía el matrimonio. Spielberg estuvo quince años sin hablarle y se sumergió en el cine de manera obsesiva para distraerse de su desasosiego.

Todos conocemos historias similares. Todos sabemos que los divorcios machacan a los niños, porque su mundo se desmorona de repente. También intuimos –o sabemos– que no existe institución que siente mejor a los hijos que la familia de siempre, con un padre y una madre. Y no lo digo yo porque soy un pirado fachosférico, sino que así lo sostienen los estudios de manera tozuda: los niños criados en familias tradicionales logran mejores resultados académicos y presentan mejor salud y equilibrio emocional.

Lo resalta en sus excelentes ensayos el psiquiatra inglés Anthony Daniels, más conocido por el seudónimo de Theodore Dalrymple, con el que firma. Admite, por supuesto, que la familia tradicional a veces es un infierno y que existen casos de familias de nuevo cuño, o abiertamente disfuncionales, con hijos felices y exitosos. Pero recuerda que son excepciones, no la norma: «Sería como decir que la cirugía es mala para la humanidad porque a veces los cirujanos cometen graves errores». Me atrevo a recomendar leer a Dalrymple, autor de observaciones tan oportunas como estas: «el declinar de la fe religiosa conduce a un aumento del nihilismo», «la creencia en una sociedad perfecta es una ilusión peligrosa» o «la buena paternidad es la base de una sociedad sana».

Viene todo lo anterior a cuento del enorme costalazo que se ha pegado el «progresismo» en Irlanda en la doble consulta para cambiar su Constitución de 1937, de inspiración católica, y retirar las alusiones a la importancia de la familia, el matrimonio y la contribución la mujer que trabaja en casa.

Todos los partidos convencionales apoyaban con unanimidad el «sí» a la reforma constitucional, a la que solo se oponían la Iglesia y algunas organizaciones conservadoras. Una Irlanda cada vez más «progresista» tenía que cepillarse dos obsoletos artículos de la Carta Magna, el que rezaba que «la familia basada en el matrimonio es el pilar de la sociedad» y el que decía que la República «reconoce que con su trabajo en casa la mujer da un apoyo al Estado sin el que el bien común no puede lograrse». El segundo artículo añadía además que «el Estado actuará para asegurar que las madres no se vean obligadas por necesidad económica a tener que trabajar, en detrimento de sus obligaciones en el hogar».

Para que todo quedase redondo, la consulta se celebró en el 8-M, la fiesta patronal del feminismo. ¿Qué podía salir mal? Nada. Por aquí abajo, el inefable periódico sanchista lo veía claro: se votará «para eliminar de la Constitución dos artículos de tufo machista y conservador». Qué guay. ¿Y qué pasó? La propuesta de suprimir la referencia a «la familia basada en el matrimonio» para poner en su lugar «otras relaciones duraderas» fue rechazada por el 68 % de los votantes. En el caso de la labor de las mujeres en el hogar, la derrota «progresista» fue ya épica: el 74 % de los irlandeses dijeron que nones, que el artículo se quedaba como estaba desde 1937.

Tremebundo revolcón al consenso mental izquierdista, que aspira a convertirse en pensamiento único, y a la corrección política. En los debates de la campaña surgieron insólitas sorpresas, como una incorrecta encuesta donde se reconocía que dos de cada tres mujeres irlandesas, en caso de poder elegir, preferirían quedarse en casa criando a sus hijos en lugar de ir a trabajar.

Qué cosas. Alguien le debe haber echado algo en la pinta de Guinness a estos locos irlandeses, pues en la República Plurinacional Sanchista hace tiempo que sabemos que los hijos no son de los padres, que existen 16 modelos de familia y que no hay nada más útil y esperanzador que el ateísmo desesperanzado, la subcultura de la muerte, el odio a los católicos, el rencor social y el imperio del Estado sobre la libertad.

(Vayan mirando a Irlanda los de Génova 13 y anoten, que la política no se agota en Puigdemont y el IVA del pollo).

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