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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Vivimos la caída de Roma, y no queremos verla

En el futuro se verá como un disparate que las dos cámaras francesas se reuniesen solemnemente en Versalles para festejar ese inmenso fracaso que es el aborto

Actualizada 09:35

La caída de Roma no sucedió en un chasquear de dedos. Fue un periodo largo y progresivo de pérdida de autoridad ante la amenaza bárbara, unida a una descomposición interna. Roma se fue desgastando. Sus males estaban a la vista y eran profundos, pero nadie les puso cura: mandatarios cada vez más débiles e incapaces, pérdida de las virtudes romanas, acusada decadencia moral y desenfreno hedonista; guerras civiles, incapacidad creciente para mantener sus marcas militares frente a sus enemigos. A ello se unieron años de malas cosechas por los fríos y sequías del siglo III (el cambio climático no es de ahora). En el año 378, primer gran estacazo: demoledora derrota frente a los godos en la batalla de Adrianópolis (hoy Turquía), donde muere el propio emperador. En los años 390 y 410, saqueos de Roma. Por fin, en el 476 cae Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente.

Esta vez todo va más rápido. Cunde la sensación de que estamos asistiendo en tiempo real a otra caída de Occidente. De nuevo nos dirigen mandatarios crepusculares (las elecciones de EE. UU. las disputarán dos líderes gastados y analógicos, de 81 y 77 años). Los nuevos bárbaros –China, Irán y Rusia– asedian las fronteras de influencia de Washington, la actual Roma. Sufrimos guerras civiles ideológicas, que llevadas a su extremo hacen disfuncionales a las naciones. Y nos deslizamos por el tobogán de los narcóticos sociales del relativismo moral y el hedonismo sin límites.

El último aspecto se ejemplifica a la perfección en lo que acaba de ocurrir en la decadente Francia, un país estatalista y holgazán, que cada vez funciona peor. Allí, las dos cámaras legislativas se reunieron en el esplendor del Palacio de Versalles para oficiar un cambio constitucional en favor de la subcultura de la muerte, festejado como un «un orgullo y ejemplo universal» (Macron dixit). Solo 72 diputados conservadores votaron en contra de convertir el aborto en en una «libertad garantizada» por la Constitución gala, mientras 780 lo hicieron a favor, desde la extrema izquierda al Frente Nacional de Le Pen. En España hemos ido incluso más lejos: una sentencia del TC de Sánchez y Pumpido de mayo del año pasado declaró el aborto como «un derecho fundamental».

¿En qué consiste un aborto, lo que eufemísticamente llaman «interrupción voluntaria del embarazo»? Pues en algo tan sencillo y brutal como matar a un feto humano, hoy mediante el uso de un aspirador. Cuando pasen veinte o treinta años, imagino que las generaciones futuras se asombrarán al ver que hubo una época en la que se consideraba semejante fracaso como «un derecho». Y no es una cuestión religiosa, o no solo: cualquiera que observe una ecografía, con el nivel de detalle que hoy ofrecen, entiende de manera intuitiva que eliminar a ese ser humano es inaceptable.

En España se exterminan cada año a más de 90.000 nasciturus. El principal móvil, como en todo Occidente, es la comodidad de la madre, que emplea el aborto como un método anticonceptivo para librarse de la responsabilidad y trabajo que supone sacar adelante a su hijo (sé que suena duro, pero es la verdad). Países con un pavoroso problema demográfico ven cómo sus Gobiernos dedican sus mayores esfuerzos a fomentar el aborto, en lugar de a promocionar la natalidad, la vida... la esperanza del futuro.

«Estamos enviando un mensaje a todas las mujeres, vuestro cuerpo os pertenece y nadie puede disponer de él», festejó eufórico en Versalles el primer ministro galo, un joven homosexual de 34 años. «Celebremos juntos la nueva libertad garantizada», invitaba el presidente Macron, de 46 años, que no tiene hijos y está casado con una mujer 24 años mayor que él, con la que inició su relación cuando él tenía 15 años y ella 40 y era su profesora en un colegio de provincias.

La Torre Eiffel se engalanaba de luces para honrar la nueva «libertad garantizada». Una multitud exultante abarrotaba el Trocadero de París para seguir por las pantallas gigantes la retransmisión de la sesión legislativa de Versalles.

Mientras Francia arrumba su raíz cristiana y abraza el «todo da igual» y el «todo es un derecho», el culto rigorista musulmán se afianza en barrios que se han convertido en guetos cada vez más impenetrables. Mientras los asiáticos trabajan con ingenio y sin mirar el reloj, Francia inventa jornadas cada vez más cortas (y los chinos le roban la cartera ante sus narices y le comen su mercado en el frente del coche eléctrico y la economía digital). Mientras el dictador ruso embiste cada vez más cerca de nuestras fronteras, Macron, Sánchez y Úrsula se dedican a las frases rimbombantes y los hechos rácanos (y Borrell corre de aquí para allá como un pollo sin cabeza de ínfimo peso). Mientras el integrismo ataca por todas partes al único país homologable a los nuestros de todo el Oriente Próximo, nuestra izquierda ciega abraza la causa de aquellos que de poder destrozarían nuestro modo de vida y cuya ideología yihadista nos ha golpeado con atentados salvajes.

Sacrificar a los mayores inocentes y enseñarles la puerta de la eutanasia a los ancianos desvalidos y a los enfermos es la moderna fiesta de los «derechos».

Roma declina ante nuestros ojos mientras el narconetflix de turno anestesia a las masas en hogares con doce tipos de familias (que es como decir ninguna). La política es una tómbola populista, los chascarrillos en redes sociales sustituyen al pensamiento profundo, creer en una dieta o un equipo de fútbol suple a creer en Dios, la homosexualidad es un galón, el sexo biológico no existe, el móvil nos genera un déficit de atención galopante, estudiar es de carcas y el mejor trabajo es no trabajar demasiado. Bienvenidos a la autopista de la decadencia.

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