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MAÑANA ES DOMINGOJesús Higueras

«Se le conmovieron las entrañas»

Ambos hijos vivían lejos del corazón del Padre. Uno creyó que la felicidad estaba fuera, en una libertad sin vínculos; el otro permaneció en casa, pero con el corazón endurecido, sin saberse amado

Actualizada 04:30

Jesús viene a mostrarnos algo que aún hoy muchos no han logrado descubrir: el verdadero rostro de Dios Padre. Un Dios que no es un juez severo ni un vigilante frío, sino un Padre que tiene entrañas de misericordia. Lo revela de manera luminosa en la parábola del hijo pródigo, un relato que no solo habla del hijo que se marchó, sino también de aquel que, sin irse, tampoco supo vivir como hijo.

Ambos hijos vivían lejos del corazón del Padre. Uno creyó que la felicidad estaba fuera, en una libertad sin vínculos; el otro permaneció en casa, pero con el corazón endurecido, sin saberse amado. Ninguno de los dos comprendió que la verdadera alegría estaba en el amor recibido gratuitamente. Jesús nos muestra que la tragedia del ser humano no está tanto en el pecado cometido, sino en no saber que somos amados.

Esta parábola sigue siendo hoy un espejo para muchos cristianos. Hay quienes viven la fe como una lista interminable de normas y obligaciones, como un esfuerzo por cumplir sin nunca descansar y sin la certeza de ser amados. Olvidan que ser discípulo de Cristo no es vivir bajo un yugo pesado, sino abrirse al amor del Padre, dejarse abrazar por Él, volver a la casa donde siempre somos esperados.

El mensaje de Jesús es claro: Dios no quiere servidores temerosos, sino hijos que vivan en libertad, sabiendo que su amor es incondicional. La vida cristiana no comienza en el esfuerzo, sino en el asombro de saberse amado. Quien vive la fe solo como carga o deber, termina agotado y seco, incapaz de transmitir vida.

Este es el rostro del Padre que Jesús vino a revelarnos: un Dios que nos llama a la vida para colmarnos de amor y que nos envía al mundo para ser testigos de esa misericordia. Nadie está lejos de Dios, porque su amor es como un imán que atrae, que espera y que no se cansa de perdonar. No hay pecado, caída o fracaso que o quede desintegrado en el fuego de ese amor.

La Cuaresma es un tiempo para volver a mirar al Padre, no con los ojos del miedo ni de la obligación, sino con la certeza de que en sus brazos siempre hay lugar para nosotros. Ahí comienza la verdadera conversión: no en cumplir, sino en dejarnos amar, y desde ahí, amar a los demás con ese mismo amor con el que somos amados.

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