«Si no os convertís, todos pereceréis»
Al observar con atención la advertencia de Jesús sobre la necesidad de la conversión personal, descubrimos un enfoque distinto, profundamente renovador. No está hablando en nombre de un Dios cruel que castiga sin piedad a sus hijos por sus errores
Durante siglos, la humanidad ha intentado frenar el mal mediante el castigo. Las leyes antiguas y muchas instituciones se han basado en el miedo a la sanción para disuadir al delincuente. Y, ciertamente, en la Sagrada Escritura encontramos relatos donde el pueblo de Israel sufre graves consecuencias por apartarse de los mandatos de Dios.
Sin embargo, al observar con atención la advertencia de Jesús sobre la necesidad de la conversión personal, descubrimos un enfoque distinto, profundamente renovador. Cuando dice a sus discípulos: «Si no os convertís, todos pereceréis», no está hablando en nombre de un Dios cruel que castiga sin piedad a sus hijos por sus errores. Muy por el contrario, está haciendo una advertencia llena de ternura, una alerta amorosa sobre el riesgo real que corre la humanidad cuando se aleja de su fuente: Dios mismo.
Cuando habla de perecer no se refiere al castigo impuesto por un juez airado, sino al resultado natural de olvidarnos de quiénes somos. Si el ser humano renuncia a su identidad más profunda, si se cierra a la dimensión trascendente de su existencia, si vive como si no hubiera comunión con lo eterno, entonces inevitablemente termina haciéndose daño a sí mismo. La destrucción no viene de Dios: nace del corazón humano que se desconecta de su origen, de su vocación al amor, a la verdad y al bien.
No podemos comportarnos como si fuéramos un animal muy evolucionado, ni actuar como simples mentes atrapadas en un mar de emociones y deseos que nos gobiernan y esclavizan. Somos criaturas queridas, soñadas, creadas por Dios a su imagen y semejanza con un propósito: vivir en comunión con Él y participar de la belleza de la creación. Cuando rechazamos ese proyecto divino y vivimos como si Dios no existiera, corremos el riesgo de perder nuestra humanidad más auténtica. Nos transformamos en seres competitivos que siempre querrán sobre todo el placer, el poder y el control ilimitado sobre todas las cosas, quedándonos un regusto permanente de amargura e insatisfacción.
Por eso, Jesús no amenaza a sus discípulos: suplica. No condena: llama. Nos invita a una conversión constante y verdadera del corazón, no por miedo al castigo, sino por amor a Dios y a los demás. La conversión que Él desea no es un cambio superficial, sino un regreso al hogar, al centro, al corazón de lo que somos. Porque solo allí, en comunión con Dios, el ser humano puede encontrar su plenitud y su paz.