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TribunaFederico Romero Hernández

La resurrección como culmen de la redención

Es verdad que, como nos dijo San Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe». Sin embargo, la realidad de la Resurrección de Cristo nos ilustra sobre la prolongación de la forma de vida que nos espera

Actualizada 04:30

Dios, cuyo eterno presente abarca la historia del cosmos y de la humanidad, nos redimió del pecado de creernos como dioses, que podemos sojuzgar a los demás con las diversas manifestaciones de nuestro egoísmo y maldad. Y lo hizo a través de Cristo y de su vida, como un hombre más, y de su pasión, muerte y resurrección. La Resurrección culmina también el proceso de liberación de la victoria de la muerte sobre todos nosotros. Si esa liberación no hubiera acaecido, tendría razón Sartre al describirnos como «una pasión inútil», un ser que no sabe por qué vino al mundo y cuyos anhelos de supervivencia o eternidad quedan al final frustrados por una muerte sin sentido.

Uno de los argumentos humanos más frecuentes consiste en hacernos pensar que nos prolongamos a través de una especie de existencia virtual, en nuestra descendencia –cuando se tiene– en las que se permanece, por el tiempo limitado de los recuerdos. También suele acudirse a la idea de permanencia por medio de nuestra fama, o nuestras obras, cuando, en muchos casos, estamos convencidos de su poca relevancia o insuficiencia. Pero, desde luego, todo eso no satisface, en modo alguno nuestras ansias de supervivencia, porque queremos ser realidad y no solo sombras proyectadas en otros.

Ratzinger nos aclara que nuestra consistencia en otros, solo puede ser real cuando ese otro es el Dios de los vivientes, «porque no solo somos sombras…sino su idea, que está en mi incluso antes de que yo esté en mi porque su idea no es la sombra posterior, sino la fuerza que origina mi ser». «Y cuando morimos estamos en una nueva etapa de la vida real que supera las mutaciones biológicas, donde el amor, que no significa solo recuerdo, es también el final del dominio del «bios», que es también el dominio de la muerte». La muerte biológica nos lleva, mediante la resurrección en Cristo, a un estadio último de la evolución, que no pertenece pues al reino de la biología, sino que sería obra del espíritu de la libertad y del amor. Vemos pues, que la Resurrección del Señor ha tenido una consecuencia en la vida real de cada uno de nosotros, al no permitir la victoria definitiva de la muerte, dando sentido a nuestras vidas y culminando su labor redentora.

La honradez y sencillez de los relatos evangélicos se manifiesta en todos los testigos que nos describen el encuentro con el Resucitado. No son, en absoluto, unas visiones mitológicas y triunfalistas, en las que Cristo aparece nimbado de rayos, estallando la piedra del sepulcro. Son el vacío dejado por un cadáver, dejando solo el rastro de un sudario; son la aparición de alguien que, a primera vista, no es reconocido o confundido con un hortelano; son la compañía de un personaje misterioso que acompaña en el viaje a Emaús a dos discípulos desconcertados y amedrentados y que acaban descubriendo a la persona del Maestro cuando fracciona el pan. Un ser plenamente corpóreo y sin embargo no sujeto a las leyes de la corporeidad, ni a las del espacio y el tiempo. Como he escrito en otra ocasión y lugar, «suscita más mi creencia esta manera de contarlo todo, que no haberlo presentado como una estructura jurídica, meditada y cohesionada, destinada a convencer en un juicio. De ahí que Benedicto XVI diga: «La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatos realmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos».

Continuar profundizado un poco en la Resurrección de Cristo es tan importante porque en ello –nunca mejor dicho- nos va la vida. Nos va el sentido mismo de nuestra existencia. Nos va la causa de nuestra alegría esperanzada. Es verdad que, como nos dijo San Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe». Sin embargo, la realidad de la Resurrección de Cristo nos ilustra sobre la prolongación de la forma de vida que nos espera, porque, o seguimos siendo nosotros mismos, siendo personas transformadas, o nos sirve de poco que se nos prometa quedar diluidos eternamente en el cosmos.

Benedicto XVI nos enseñó que la gran novedad de la manifestación de Dios en la Resurrección, con respecto a anteriores teofanías bíblicas, reside en que Jesús sigue siendo Dios y Hombre verdadero. Vive de un modo nuevo, pero no es un fantasma procedente del mundo de los muertos. Como hombre está en una nueva dimensión que nos afecta a todos, pero sigue siendo un hombre que pide de comer y se sienta a la mesa. La historia de la Revelación de Dios sigue siendo discreta. Está compuesta de modestos acontecimientos dirigidos a los limpios de corazón y no a los grandes de la tierra. No arrolla ni se hace evidente, porque no quiere anular nuestra libertad”. La historia de nuestra Redención culmina con la Resurrección cada vez que celebramos la Semana Santa para recordarnos que nuestra vida tiene sentido. No es una narración destinada a la simple rememoración, sino a ser vivida cada año, para renovar nuestra esperanza durante esta vida y en nuestra transformación al acaecer nuestra muerte.

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