El relato de Bretón: lo que la libertad de expresión esconde
En la aun tranquila Córdoba, una sombra ha vuelto a posarse sobre nuestra comunidad. El libro «El odio», que recoge las confesiones de José Bretón, ha reabierto heridas que creíamos cicatrizadas. Este hombre, cuyo nombre evoca el horror de un crimen que jamás olvidaremos, pretende ahora, desde su celda, narrarnos su versión de los hechos. Y lo hace con el beneplácito de una editorial que, amparándose en la libertad de expresión, ha decidido dar voz al verdugo, silenciando, una vez más, a las verdaderas víctimas.
La libertad de expresión es un pilar fundamental de nuestra democracia, pero no es un derecho absoluto. Tiene límites, especialmente cuando colisiona con otros derechos igualmente protegidos, como el honor, la intimidad y la dignidad de las personas. En este caso, la publicación de «El odio» no solo vulnera la intimidad de Ruth Ortiz, madre de los pequeños Ruth y José, sino que también mancilla la memoria de dos niños inocentes cuya única culpa fue nacer.
Vivimos en una era donde el «true crime» se ha convertido en un fenómeno de masas. Documentales, series y libros que narran crímenes reales nos invaden, alimentando una curiosidad morbosa que, lejos de aportar comprensión o justicia, convierte el dolor ajeno en entretenimiento. Nos hemos convertido en voyeurs de tragedias, olvidando que detrás de cada historia hay vidas destrozadas, familias rotas y un sufrimiento indecible.
Es cierto que la literatura y el periodismo tienen la misión de explorar la condición humana, de arrojar luz sobre las zonas más oscuras de nuestra psique. Pero cuando esa exploración se realiza sin ética, sin respeto y sin consideración por quienes han sufrido, se convierte en una forma de violencia. Dar voz a un asesino confeso, permitiéndole narrar su versión sin contrastarla con la de las víctimas, es otorgarle un protagonismo que no merece y que reabre heridas en aquellos que aún intentan reconstruir sus vidas.
En los bares, en las calles empedradas del casco histórico, en las conversaciones de sobremesa, vuelve a resonar el nombre de Bretón. No como recuerdo de una tragedia que nos hizo llorar colectivamente, sino como protagonista editorial, como autor indirecto de un relato que no busca justicia, sino notoriedad. Y eso, queramos o no, duele. Indigna. Agota.
La editorial Anagrama, tras la polémica suscitada, ha decidido suspender la distribución de «El odio». Una decisión acertada, aunque tardía. No se trata de censura, sino de responsabilidad y humanidad. Porque, aunque la justicia ya haya hablado y Bretón esté cumpliendo su condena, el dolor de Ruth Ortiz y de quienes la rodean sigue presente. Y es deber de todos nosotros, como sociedad, no añadir más peso a esa carga.
¿Nos hemos parado a pensar en lo que significa para una madre, que ha enterrado a sus hijos en las peores circunstancias posibles, ver el rostro de su asesino en los escaparates de las librerías? ¿Leer titulares donde se habla de «su versión» como si de una novela policíaca se tratase? Hay límites que no deberían cruzarse, no por ley, sino por decencia.
En Córdoba, tierra de poetas y filósofos, sabemos que las palabras tienen poder. Pueden sanar, pero también pueden herir. Es momento de reflexionar sobre cómo consumimos y producimos contenido relacionado con el crimen y el dolor ajeno. No todo vale en nombre del arte o la información. Debemos trazar una línea clara entre el derecho a contar historias y la obligación de respetar a quienes han sufrido.
El auge del «true crime» está generando una peligrosa anestesia social. Cuanto más escuchamos hablar de crímenes, más fría se vuelve nuestra reacción. La empatía se diluye entre tramas, giros de guion y efectos de sonido. La tragedia ajena se vuelve maratón de fin de semana. Pero no podemos permitirnos ese lujo. No cuando hay nombres, tumbas, lágrimas reales al otro lado de la pantalla.
Hay que decirlo sin rodeos: José Bretón no merece protagonismo alguno. Ni en entrevistas, ni en libros, ni en series. Su historia debe permanecer donde pertenece: en los archivos judiciales y en la memoria de quienes luchan contra la violencia familiar. Cada vez que se le otorga un espacio, se le da una segunda oportunidad para manipular, para justificar lo injustificable.
La libertad de expresión no puede convertirse en excusa para el sensacionalismo. No todo lo que puede decirse debe decirse. Y si se dice, al menos, que sea con todas las voces presentes, especialmente la de las víctimas. Contar solo una parte de la historia, la del asesino, no es información: es propaganda.
Quizá ha llegado el momento de que el género «true crime» madure, se revise a sí mismo y adopte un nuevo compromiso con la verdad, pero también con la empatía. Que cuente, sí, pero sin frivolizar. Que explore, pero sin convertir a los monstruos en celebridades. Porque si algo nos ha enseñado el caso Bretón es que hay líneas que, una vez cruzadas, ya no se pueden borrar.
Contemos historias, por supuesto. Pero contémoslas bien. Con sensibilidad. Con respeto. Con memoria. Porque, al final del día, lo que define a una sociedad no es solo cómo trata a sus ciudadanos, sino cómo honra a sus muertos. Y aquí, en esta ciudad herida, no olvidamos. Ni perdonamos el olvido ajeno.