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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Esa Semana Santa de la infancia

Caerán lluvias, diluvios, que anegarán nuestras calles, nuestra política, mas no nuestros corazones

Actualizada 01:30

En estos días se siente la mariposa de las ausencias, lloradas en las entrañas. Son los días en los que recuerdas las manos protectoras que te llevaron a ver las primeras procesiones de tu vida; las que lograron transmitirte la trascendencia de los símbolos que paseaban las calles al ritmo de una saeta, cantada con la voz profunda y rota de un vecino. A mi memoria vuelve la inquebrantable voluntad de los cofrades de salir a las calles, aunque el turbión les amenazara, ofrendando el sudor de su frente al caudal del mal tiempo.

Era un amanecer de Viernes Santo,
albas capas, verdes capirotes pasaban,
y una virgen morena con verde manto
y un último lucero Sevilla cruzaban.

Recuerdo estos primeros versos de «Anunciata», que siguen:

Y pasaba con su cruz El Salvador,
era Jesús del Gran Poder, y yo le pedí
que sólo para mí sea tu amor
y alguna vez en la vida me acerque a ti.

Es la redención por el sufrimiento lo que nos devuelve al recogimiento de miles de personas, que viven 364 días del año para levantar sobre sus hombros el mensaje trascendente que entregue a la humanidad la única certeza sobre todas las dudas que nos atenazan. Volver al potencial plástico de las imágenes, vistas sobre un mar de multitud de cabezas erguidas, como una mar picada, e integrarte siguiendo al Cristo Crucificado, a la Virgen de los Dolores, a… cualquier carroza que nos retorne a nuestra infancia, la única que pervive siempre en nuestro recuerdo, como escribiera Rilke.

Estos días de primavera abren el álbum sepia de nuestra familia, que nos ciega con la huella de aquellas tardes de Semana Santa en las que vestíamos de domingo, porque la comunión con nuestras creencias era siempre una fiesta, un motivo de celebración que reconciliaba las estrecheces de la vida cotidiana con la prometida dulce eternidad. Eran para esos días los vestidos mejores, las trenzas mejores, los zapatos más nuevos; todo colocado por la madre para que luciéramos tan guapos como para obligar a la Virgen, desde su paso, a dedicarnos una tierna mirada de soslayo. Pasen los años que pasen, el perfume de azahar, a cirio ardiente; el sonido del tambor y corneta, siempre me regresan a esos años de miel. Entonces no había forzosos puentes para viajar, ni atascos en las carreteras, ni conciencia de que aquellos días fueran de bikini o mochila.

No necesitamos que Pedro Sánchez reavive en los millones de creyentes españoles la Semana Santa, como hace con los musulmanes en el fin del Ramadán. A falta de que consiga expropiarnos nuestras íntimas convicciones y nuestro patrimonio moral, reviviremos el presente para volver a esas tardes perfumadas, que no eran domingo pero que lo parecían, a esas prisas en casa por vestirnos de punta en blanco para bajar a la calle y compartir al son de un quejío la respuesta al Misterio de la vida. Ese mensaje de amor y perdón que la izquierda maltrata para imponer su propia religión. Caerán lluvias, diluvios, que anegarán nuestras calles, nuestra política, mas no nuestros corazones. Y la obligada abstención de este año por la inclemencia del tiempo será un invernadero para fertilizar la floración del año siguiente.

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