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VertebralMariona Gumpert

Nada que olvidar

Soy de los primeros frutos que dio la LOGSE. Conozco de primera mano los contenidos que se nos exigía, el nivel –epidérmico– con el que se podía salir airoso de un examen. Quien lo vivió, y es capaz de reconocer sus carencias, lo sabe

Actualizada 01:30

¡Qué revuelo con la Ley de memoria democrática y sus derivados! ¿Cuánto ha durado? Lo que Aragonés en anunciar la reedición del referéndum. ¿A alguien le ha sorprendido esto último? A los socialistas ya sabemos que no, mantienen firmes su mentalidad 'simeonana' del «partido a partido», del bástale a cada día su afán. Cuando llegue ese puente ya lo cruzaremos. Sabemos también que llegar, llegará. Y el gobierno de progreso sacará, de nuevo, el comodín del «cariño, esto no es lo que parece». La gente, el pueblo, la calle creerá a pies juntillas, todo por la paz, la concordia y contra el fascismo. Porque la gente, el pueblo, la calle no sólo olvida en presente: ha olvidado, en pasado, y olvidará lo que haga falta en el futuro.

Sólo en esta capacidad para la desmemoria quiero encontrar la explicación a nuestra situación política. Es mejor culpar a ésta que al cinismo, la estupidez o la ignorancia de los ciudadanos que siguen apoyando a quienes nos llevan –lento, pero seguro– hacia el precipicio como nación. Muchos me tacharán de ingenua, pero soy de los primeros frutos que dio la LOGSE. Conozco de primera mano los contenidos que se nos exigía, el nivel –epidérmico– con el que se podía salir airoso de un examen. Quien lo vivió, y es capaz de reconocer sus carencias, lo sabe. Quienes trabajan en educación son –o deberían ser– conscientes también. ¿A qué enfangarse entonces con obviedades totalitarias como la de la Ley de memoria democrática? Al posmodernismo político y sociológico se le ha ido de la mano su afán demoledor, le ha podido el ansia de tenernos rápido bajo control. Con lo bien que iban manteniéndonos en ese estado de dulce somnolencia del aparente vive y deja vivir. Hasta ahora había bastado con rebajar el nivel educativo a niveles irrisorios e inundar las parillas televisivas con series maniqueas sobre la guerra civil y la dictadura franquista. Pregunten a cualquiera menor de cuarenta años sobre estos acontecimientos históricos, apenas mantendrán un par de minutos de conversación trufada de tópicos vagos. No hacía falta ley alguna, no hay nada que olvidar.

Intenten explicar al ciudadano medio que las raíces filosóficas del nacionalismo de Cataluña y Vascongadas son las mismas que dieron pie al fascismo del pasado siglo, ese que no hacen más que mencionar cual hombre del saco. Se diría que la mayoría asume que la guerra civil fue una especie de trifulca de paleolíticos mesetarios contra sofisticadas regiones bilingües. ¿Cómo explicar, si no, esa mirada benevolente ante ETA y sus herederos políticos? En esta competición posmoderna por ver quién es más víctima del sistema da la impresión de que los votantes progresistas de Badajoz o Cuenca desearían disfrutar de ese grado más elevado de sufrimiento que otorga el haber nacido en Gerona o Eibar. Así los tenemos, ansiosos de que sus líderes políticos les expliquen por qué las concesiones al nacionalismo no son traiciones por conservar poltronas, solo actos magnánimos por, de nuevo y machaconamente, la concordia y la paz.

Hay dejadez. Hay frivolidad. Hay mucho analfabeto con micrófono, demasiado antifascista auto elevado al púlpito de la justicia social y la honradez. Hay, sobre todo, mucho miedo. Miedo a ser aquel de la serie, aquel de la película; el de puro en mano y bigotillo en cara exclamando entre risotadas «¡Viva España y viva Franco, cagüenlaputa!». Así, entre miedo, imposición y vuelta a empezar, es como se gestan las profecías autocumplidas. Al menos es lo que nos quieren hacer creer. De momento, admitámoslo, van ganando la partida.

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