La boda de Almeida
Lo que de verdad importa tiene mucho más que ver con esas entrañables escenas de este pasado fin de semana en las que nos reconocemos. Sí, querida izquierda, a veces alguien baila un chotis y lo hace mal, y los demás sonreímos. Y no lo ridiculizamos, ni volcamos nuestro odio en ellos. Sin escarnio. Pues eso.
Almeida no es el más carismático ni, desde luego, el más alto de los alcaldes que ha tenido Madrid. Es abogado del Estado, del Atleti, bajito y sonriente, que parece tener más principios morales que tácticas electorales. Gobierna Madrid porque su tesón se sobrepuso a los gabinetes de estrategia del PP y porque una señora, Esperanza Aguirre, dimitió de su cargo cuando algunos de sus colaboradores habían sido pillados con las manos en el presupuesto público. Ella no, pero dimitió. Seguramente descuidó su labor in vigilando, su entorno político le puso en el disparadero y la dirigente del PP dio por terminada su carrera política. Ahora, in situ, los entornos más íntimos de los gobernantes hacen pingües negocios con empresas a las que luego el Gobierno subvenciona o rescata con dinero público y no solo nadie dimite, sino que, a poco que te descuides, se guarecen obscenamente tras las tibias y peronés de pobres difuntos asesinados para volverlos a enterrar, por segunda vez, con la soflama de la memoria histórica.
José Luis Martínez Almeida se casó anteayer y las vecindonas de corrala de la izquierda mediática, secundados por cientos de fracasados agazapados en las redes sociales, se dislocaron manos y labios desplumando el enlace del alcalde de Madrid. Resumamos los titulares: boda casposa; celebrada en la Iglesia de los franquistas; la fachosfera se fue de convite; matrimonio con olor a naftalina; bailes ridículos; chotis trasnochados; marquesonas con laca… Lo que puede dar de sí una mañana de sábado para un ejército de desocupados y resentidos.
Fíjense qué clase de delito se cometió: el matrimonio se celebró en una Iglesia preciosa de Madrid (una joya del neobarroco), los invitados se pusieron sus mejores galas para honrar a los novios, la gente los vitoreaba a la entrada del templo, el contrayente atendió a los medios con sonrisa y educación, los digitales hicieron su agosto vomitando fotos en directo a las que se prestaban encantados los convidados, el alcalde y novio hizo la reverencia al Rey padre, al que tantos españoles echamos de menos y al que sus hijas y tres de sus nietos le arroparon con un cariño explícito, Feijóo y Ayuso se alegraron por la felicidad de su compañero, y la novia recicló un vestido de su abuela. En fin, quitando las especiales circunstancias del cargo del marido y el árbol genealógico de la mujer, nada nuevo bajo el sol. La vida misma. Esa que trasciende al cainismo, a la propaganda oficial, al disparo a quemarropa al que no opina como tú, a las patologías forenses no diagnosticadas de un líder político.
Ya digo, la vida. Y la familia. Y los recuerdos. Y la tradición familiar en una España que tiene en esa institución nuclear uno de sus grandes patrimonios. Tanto, que algunos que no tenemos apellidos compuestos, ni joyas familiares de pasar, ni «una casa solariega y blasonada, … ni el retrato de un abuelo que ganara una batalla», como se lamentaba León Felipe, ni parientes en el Ibex, nos identificamos más con esa boda aseada y risueña que con las impostadas que celebra la izquierda, disfrazadas de austeridad y ateísmo para no caer en las tradiciones españolas, pero que terminan copiando los boatos que critican. Cómo no recordar el matrimonio del nunca olvidado Alberto Garzón, que agasajó a sus amigos con chuletones de ganadería intensiva y jamón ibérico, mientras al resto (sus votantes incluidos) aconsejaba tofu y albóndigas de brócoli. O la del otro Garzón y Lola Delgado, tan progres ellos y poco dados a los símbolos españoles, pero que celebrarán su fiesta nupcial en la finca de un torero.
Cuando el alcalde se arrancó con el chotis «Madrid» –espero que Agustín Lara mirara hacia otro lado en ese momento– muchos quisimos echar la vista atrás y vernos así de torpes en las bodas en que nuestros padres nos sacaban a bailar –o algo parecido–, ante el regocijo de todos los invitados. Y algunos nos emocionamos escuchando recordar a Almeida a su padre y a su madre fallecidos, o reconocerse nuevo nieto de los abuelos de su esposa.
Lo que de verdad importa tiene mucho más que ver con esas entrañables escenas de este pasado fin de semana, en las que nos reconocemos, que con las salas de despiece que se han habilitado en el Palacio de la Moncloa, o con el frenopático que traslada su sede de Waterloo al sur de Francia, o con el Gran Hermano que nos acecha en las redes o en los medios del nuevo régimen. Sí, querida izquierda, la que luego levanta falsas banderas de igualdad y feminismo, en el lugar menos identitario de nuestro país, pedazo de la España en que nací, a veces alguien baila un chotis y lo hace mal, y los demás sonreímos. Y no lo ridiculizamos, ni volcamos nuestro odio en ellos, ni nos reímos del físico de los novios. Y los comprendemos. Y nos solidarizamos. Sin escarnio. Pues eso.
Felicidades, alcalde.