El 'zorreo' y lo 'bigénero', aroma de decadencia
Los historiadores futuros percibirán claramente que en esta época del siglo XXI Europa enfilaba una cuesta abajo que se notaba hasta en un hedonismo cutre
Un festival de música es un pasatiempo, un espectáculo para divertirse y poco más. Pero no deja de constituir un reflejo de su tiempo.
Los españoles del muy «progresista» Sanchistán enviamos a Eurovisión, porque nos dio la gana, a un matrimonio de peluqueros talluditos salidos de un pueblo alicantino, que habían montado un dúo musical con el que hacían pequeños bolos parroquianos.
La buena señora presentaba más bótox que voz. La canción que entonaba era floja, chabacana y a mi fachosférico entender, ofensiva para las mujeres. Para completar nuestra audaz propuesta, la veterana se hizo acompañar por dos gachós afeminados de barbas, ataviados con unos petos que dejaban al aire sus posaderas en una coreografía cutre a más no poder. Aquello era el epítome del mal gusto, dentro de un festival donde imperaba lo feísta y lo soez. Pero los locutores de esa televisión desquiciada que nos obligan a sostener con nuestros impuestos, TVE, celebraban el zorreo como un enorme éxito: «¡Nebulossa ha arrasado entre el público!». Ya, ya… hasta que llegaron los votos y el éxito se tradujo en un puesto 22. Pero como vivimos en la era en la que responsabilidad personal ha desaparecido, tras el rejón los artistas y TVE seguían calificando de «muy satisfactorio» su penoso espectáculo.
Eurovisión no es Europa. Pero sí cuenta algo de su pulso actual. El festival nació para mostrar las mejores canciones pop del continente, con hincapié en la música, por supuesto. Pero ha derivado en una suerte de gran cumbre de la homosexualidad continental y una pasarela de frikis sobre el escenario. Salvo algunas cabales excepciones, claro, como la de Israel, que compitió con una hermosa canción entonada por una buena cantante de fina puesta en escena. Allí sí asomó por un instante aquello que Sorrentino llamaba «la gran belleza». Resulta revelador que hayan sido los judíos, hoy odiados por una izquierda europea de entraña antisemita, los que hayan aportado las notas de elegancia que se le presuponían a la vieja Europa.
El chaval que ganó fue un suizo de 28 años, un tal Nemo. Y digo chaval porque tenía una innegable pinta de ser tal cosa. Pero no. El chico, o «chique», se declara «no binario». Es decir, no es mujer ni hombre (igual resulta que es una ameba, no sabemos todavía...). Por supuesto ha dedicado su último disco a su indefinición «de género» y a «los «problemas de salud mental», otra de las banderas de una izquierda aferrada en todos los frentes al victimismo.
Cuando los historiadores del futuro estudien nuestra época percibirán claramente que Europa enfilaba su decadencia. Hemos construido una sociedad hedonista, que relativiza hasta lo más evidente –el sexo biológico–, o que renuncia a la paternidad porque es cara y cansada y resta tiempo para el gran YO. Unos europeos que alquilan los trabajos duros a remesas de extranjeros a los que no se les pide que compartan los cimientos básicos sobre los que reposa nuestra civilización. Una Europa que cada vez está más lejos de Dios y más cerca de los opiáceos. Un mundo donde el esfuerzo es retrógrado y a la que Asia está adelantando a ojos vista mientras abrazados «la gran renuncia» y el milagro de cobrar más trabajando menos.
Marco Aurelio fue el último de los llamados «Cinco emperadores buenos de Roma». Además de un gobernante competente, se le recuerda como un rey filosofo, un sabio estoico. Pero su hijo y heredero, Cómodo, salió de otra pasta: un pirado obsesionado con saltar a la arena de los anfiteatros para medirse como gladiator (es el emperador que encarna Joaquin Phoenix en la película Gladiator).
Cómodo, que mandó en Roma desde el año 180 hasta el 192, se creía el nuevo Hércules y se liaba a mandobles zurdos en los coliseos contra rivales previamente mermados. Si uno de nosotros acudiésemos a algunos de los juegos que organizaba Cómodo en los anfiteatros a su mayor gloria, al ver aquellas absurdas bacanales llegaríamos a la conclusión inmediata de que algo fallaba en la sociedad romana. Y así era, estaban enfilando la lenta pero inexorable decadencia que conduciría a su caída final en el 476.
Ya sé que Eurovisión y sus zorreos no son como para ponerse muy serios. Pero ofrecen un indicio más de una Europa que camina hacia la irrelevancia, la meta que aguarda cuando el hedonismo escapista suple al espíritu y al compromiso con la civilización que en teoría encarnas.