No somos bichos raros
Aunque parece que preferimos no darnos por enterados, España es un país extraordinario, que no desmerece de ninguno de su entorno
Esta semana se entregaron en una velada espléndida en el Four Seasons de Madrid los segundos premios de El Debate a la promoción de España. Uno de los galardonados, el periodista británico de origen indio Tunku Varadarajan, actualmente enrolado en The Wall Street Journal., se metió al público en el bolsillo, con cálidos aplausos ante varios lances de su discurso. ¿Por qué cosechó tal éxito? Pues porque hizo algo que aquí no se estila: hablar muy bien de España. «Esta es la única gran nación cuya autoestima es inferior a la estima que otros tienen por ella», explicó. Y tiene razón. Además soltó verdades tan prohibidas y tan obvias como recordar que en el fondo el nacionalismo catalán «es racista». Como guinda, se declaró madridista -lo cual no es extraño vistas cosas como la de anoche en Londres- y amigo de los toros. Dejó a todo el mundo encantado con la naturalidad con que ensalzó a España, un país que adora: «Al pertenecer a la religión hindú tengo acceso a la reencarnación, así que si vivo esta vida con el honor suficiente como para merecerme una mejor, espero aparecer en la próxima como español».
Otro de pensamiento similar es Richard Kagan, historiador estadounidense de 81 años, hijo de un emigrante ucraniano, especializado en historia moderna europea y en la España de los Austrias. Es discípulo del ya fallecido maestro John Elliott, un hombre encantador y frugal (al que ya he perdonado el hambre que pasé cuando me invitó a comer en el jardincito de su casa de Oxford).
Kagan, que anda por Madrid estos días, se empeña en desmentir una supuesta excepcionalidad española y ensambla nuestro pasado en el corazón de Europa y del mundo, incluso de un modo a veces absolutamente protagonista. Cuando le hablan del «declive de España», propina un fino corte dialéctico: «¿Declive? Bueno, España mantuvo su imperio durante tres siglos, hasta el XIX. Me parece que no está nada mal…».
A mi pequeño nivel, el de un gacetillero de cultura media, comparto su punto de vista: los españoles no somos bichos raros, no tenemos nada de lo que avergonzarnos, sino más bien todo lo contrario.
Tuvimos un siglo XIX calamitoso, con la terrible invasión napoleónica y un carrusel de guerras civiles, y un arranque del XX truculento, con otra dolorosa Guerra Civil. Pero logramos librarnos de la escabechina de las dos guerras mundiales, que en otros países europeos aniquilaron a dos generaciones de jóvenes. Los españoles tampoco sucumbimos a un delirio genocida, como los alemanes con el nazismo. Ni deportamos a miles de judíos a los campos, como los franceses de Vichy. Ni montamos purgas, gulags y hambrunas asesinas, como los rusos soviéticos. Ni exterminamos casi por completo a los indios con nuestra colonización, como los estadounidenses. Ni borramos dos ciudades del mapa con sendas bombas atómicas. Con nuestros errores y defectos, dimos además un enorme estirón en la segunda mitad del siglo XX, haciéndolo mejor en esa etapa que nuestros vecinos Portugal, Reino Unido, Francia o Italia.
Cuando tuve la ocasión de vivir en Inglaterra aterricé influido por mi anglofilia y dispuesto a maravillarme ante todo de un modo un tanto papanatas. Pero según iba viviendo allí, más iba valorando España. Los trenes eran peores. El metro londinense resultaba mugriento comparado con el de Madrid. La sanidad publica… en fin… un día me pillé un gripazo de no menearme y acabé en un vetusto sótano de un piso victoriano con un galeno que ni se dignó a mirarme al careto. En la calidad y variedad de los alimentos del súper no había color (ni en el precio del vino, pequeño factor de felicidad). También me chocaba el desapego en las relaciones familiares, cuando para un español la familia es su ancla. Incluso notaba que tras una fachada perfectamente queda bien, en general los ingleses eran mucho menos laboriosos que nosotros (un inteligente amigo que allí vive suele decir, medio en coña y medio en serio, que «el último británico que curró fue el que inventó la máquina de vapor y en realidad lo único que hacen bien es hablar inglés»).
¿Se imaginan si los franceses o los ingleses hubiesen descubierto América y dado la primera vuelta al mundo, si hubiesen propagado una fe universal, si hubiesen creado las primeras formas de parlamentarismo, si hubiesen ideado los proto derechos humanos, como hicimos nosotros con la Escuela de Salamanca; si hubiesen escrito la novela más importante de la historia..? Su autobombo resultaría indigerible. Aquí, en cambio, nos han endilgado una cargante leyenda negra, que una izquierda antipatriótica y tontolaba ha comprado sin pestañear.
España tiene carencias y problemas. Un pésimo horizonte demográfico, poca pegada en el mundo digital y un retraso notable en ciencias (ni un Nobel desde 1959, una vergüenza). Sufrimos además amenazas contra la unidad nacional, unas políticas que fomentan el victimismo frente al esfuerzo y ahora mismo el país está lastrado por un problema político artificial, que ha creado un populista sin escrúpulos escorado a la extrema izquierda. Pero nuestros profesionales son admirados en el extranjero, hemos construido grandes multinacionales, gozamos de una de las mayores esperanzas de vida del planeta, disfrutamos de un país divertido como pocos, hermoso y seguro, que es un imán para el turismo; mantenemos la malla de los afectos familiares y el poso cristiano; sonreímos aunque la cosa esté chunga y somos abiertos y solidarios.
Llegarán tiempos mejores y ese tipo pasará. España es un invento demasiado bueno como para destrozarlo a rebufo de tres o cuatro gañanes de ideas exaltadas. Lo sabe perfectamente el propio Rey, que ayer en El Salvador saludó con una sonrisa y un asentimiento de cabeza a Milei, mientras otros prefieren andar a cabezazos, al más puro estilo cabestro.