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16 de septiembre de 2024

El ojo inquietoGonzalo Figar

Telefónica, lo público y lo estatal

Haríamos muy bien en sustituir la palabra «público» por «estatal» cada vez que un político la usa. La sutil manipulación del lenguaje que hacen nuestros dirigentes empieza incluso por términos que tenemos tan arraigados como este

Actualizada 01:30

En las últimas semanas y meses, hemos sido testigos del asalto de Pedro Sánchez a Telefónica. Con la excusa de la entrada de capital saudí en la operadora, el presidente justificó la supuesta obligación de defender una «empresa estratégica» para España y decidió que el Estado debía volver a ser un accionista de referencia de la compañía. Además, varios ministros y los habituales comentaristas palmeros no han perdido la oportunidad de defender la necesidad de que Telefónica y empresas de similar valor «estén en manos públicas». Sin ir más lejos, hace pocos días Yolanda Díaz presentó su propuesta para crear una «Agencia Pública Industrial», una nueva SEPI con asteroides, vaya.

En general, suelo ponerme alerta cuando escucho a un político defender sus acciones por una supuesta «búsqueda del bien común» o por la «defensa de lo público», pero ya me saltan todas las alarmas cuando esas acciones ni siquiera están relacionadas con áreas sociales, sino con intervencionismo económico puro y duro. Porque seamos serios: ¿Quién del «público» se va a beneficiar lo más mínimo de que el Estado se gaste miles de millones –que encima no tiene– para meter la cabeza en Telefónica? ¿Exactamente cómo va a mejorar la vida del ciudadano común con esta entrada en el capital de la operadora? ¿Qué derechos, qué control va a tener ese supuesto «público» en la compañía ahora?

Aquí no hay nada «público» que valga. Sánchez disponía de varios mecanismos legales, como el escudo anti-OPAS, para frenar la entrada de los saudíes en la operadora. El asalto a Telefónica sólo se justifica porque Sánchez quiere controlar la entidad, uno de los gigantes de la economía española, con infinidad de recursos y puestos que se podrían sutilmente dedicar a la causa sanchista. Por ejemplo, Telefónica es una de las empresas que más gasta en publicidad en España, cosa que siempre viene bien para comprar voluntades en todos esos medios y organizaciones que únicamente sobreviven a base de publicidad institucional.

No sé en qué mundo alguien puede creer que ahora la compañía va a ser más «pública» (lo que sea que eso signifique) con el nuevo nombramiento de Carlos Ocaña como consejero. Ocaña es íntimo amigo de Sánchez y coautor del libro de su tesis plagiada. Llámenme conspiranoico, pero a mí me da que Ocaña no va a servir los intereses del público sino los de su amigo, que le ha regalado el puesto.

Porque la verdad es que, con esta adquisición, Telefónica no estaría en manos públicas; estaría en manos estatales, que es distinto. Telefónica ya es pública, pues cotiza en bolsa y quién quiera puede comprar una acción. Que Sánchez haya decidido que el Estado se haga con hasta un 10% de la operadora de hecho la vuelve menos pública, pues los ciudadanos tenemos menos acciones disponibles para adquirir.

Y esta es la verdadera reflexión que he extraído de este asunto, más allá de las maniobras sanchistas: haríamos muy bien en sustituir la palabra «público» por «estatal» cada vez que un político la usa. La sutil manipulación del lenguaje que hacen nuestros dirigentes empieza incluso por términos que tenemos tan arraigados como este.

Lo público da una sensación de propiedad comunal y beneficio universal. Cuando oímos que algo es «público» inmediatamente nos evoca un sentido de pertenencia, de acceso y de derechos hacia algo. Y, si bien es cierto que hay algunos bienes y servicios públicos, en otra tanta infinidad de ocasiones eso que llamamos público no es, en realidad, de ninguno de nosotros. Es del Estado.

El Falcon no es «público», por mucho que lo paguemos entre todos. Yo no puedo llegar y pedir que me vuelen a Londres. El palacio de la Moncloa no es «público», pues un español cualquiera no puede entrar a visitarlo. O, por ir más allá, el presupuesto no es «público», pues nadie tiene derecho a un trocito de los fondos, sino que los maneja y gestiona el Estado a su antojo.

Y quién dice Estado dice políticos y burócratas. Lo estatal está sujeto al interés y a los caprichos del partido de turno, quien frecuentemente lo utiliza para promover agendas partidistas o particulares más que para nuestro bien. Los beneficiados de muchas de esas políticas o programas supuestamente «públicos» no somos los ciudadanos sino el Estado y aquellos que lo controlan, que tienen más recursos, prebendas, cargos y contratos para manejar a su antojo.

Yo considero mucho más «público» El Corte Inglés o Zara que muchas de las cosas que supuestamente son de los ciudadanos. En Zara puedo entrar cuando quiera. En Zara puedo elegir lo que quiera. En Zara puedo gastarme lo que quiera. En Zara puedo reclamar cuando algo está defectuoso. ¿Acaso tengo el mismo grado de acceso, libertad y atención con muchos de esos servicios públicos que nos da el Estado? El capital es privado, sí. ¿Y qué?

Cada vez que un político habla de lo «público» o lo «social», se expande el aparato estatal. Se aumentan los impuestos. Se genera burocracia. Se crean chiringuitos. Se otorgan ayudas a grupos de interés. Y, sin embargo, todo este tinglado raramente conlleva una mejora proporcional en la vida de la gente común.

A partir de ahora, cambien los términos. No es público; es estatal. Lo estatal ya no lo sentimos tan cercano. Lo estatal ya no nos evoca pertenencia. Lo estatal no está bajo control ciudadano, sino bajo control político. Recuperemos el control del lenguaje.

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