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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Impunidad. O los amigos de Sánchez

Sánchez no ha inventado la supresión de la autonomía del poder judicial. Lo hizo la ley orgánica de 1985. Que ningún gobierno rectificó luego

Actualizada 01:30

De la impunidad judicial, ha hecho el actual presidente del Gobierno clave única para su ejercicio del poder. Es una impunidad sin fisuras, construida en perversa analogía con la que, como jefe del Estado, alza una impenetrable barrera de inviolabilidad en torno al Rey. En el caso del primer ministro español, esa impunidad lo privilegia a él, en primer lugar y por supuesto. Pero también, por contaminación, a su esposa, su hermano, en hipótesis el resto de su familia, a sus colaboradores más íntimos, a sus ministros y correveidiles, a sus aliados políticos de la ideología que sea, aun de la tan racista que exhiben los golpistas catalanes de 2017… Últimamente, va camino de llegar hasta aquellos de sus colegas que fueron condenados en firme, hace ya años, por asquerosos delitos de sustracción de fondos públicos en Andalucía.

Es un uso extremo, desde luego. Ninguno de sus predecesores llegó tan lejos. Ni, sobre todo, aplicó ese privilegio a asuntos tan sórdidos. Felipe González se esforzó por aplicar la impunidad al robo de Filesa, y a los no recuerdo ya cuántos asesinatos de Estado consumados por los GAL. Pero, en ningún momento, se atrevió a imponer la exoneración de una esposa o de un hermano imputados por jueces competentes. Pero, en ningún momento, ni González, ni Guerra, ni nadie en sus gobiernos, se atrevió a amnistiar al equivalente de los golpistas catalanes: esto es, a Tejero, Armada y sus compañeros en el oscurísimo golpe del 23 de febrero. Ni siquiera lograron impedir que el ministro del Interior y su secretario de Estado fueran condenados en firme por un crimen tan atroz como el de secuestro. Y, por cierto, quien sacó de presidio (no amnistió) a Barrionuevo y Vera no fue su jefe González. Fue José María Aznar.

Pero la lógica de la impunidad había sido puesta en funcionamiento mucho antes. Justo en los momentos de esplendor autista de la pareja sevillana. Sus fundamentos «teóricos» (por llamar de algún modo a la verborrea de un analfabeto con pretensiones) los formuló Alfonso Guerra, en lo más hosco del debate acerca del aborto. Era muy sencillo y muy «convincente», para una ciudadanía que apenas había descubierto lo que era la democracia parlamentaria y la división de poderes media docena de años antes. La democracia, postulaba el ágrafo pretencioso, era «todo para el pueblo». También los tribunales de justicia, por supuesto. Con la ominosa ofensa de que los jueces no habían sido elegidos por el pueblo, arengaba él. Así que la cosa iba a ir de transformar los tribunales de justicia en tribunales populares. Porque «las leyes» –atronaba el sevillano hermano de «mihemmano»– «no pueden permanecer paradas por doce personas que además no han sido elegidas por las urnas». Afortunadamente, no se le ocurrió aplicar el mismo criterio de exclusión electiva a los cirujanos o a los fontaneros.

Como medida inmediata, la ley orgánica del poder judicial de 1985 suprimía la autonomía del órgano de gobierno de los jueces –el Consejo General del Poder Judicial–, que la Constitución atribuía a los jueces mismos, para ponerla en manos de los únicos representantes legítimos del «pueblo» guerrista, los diputados. A partir de ahí, y hasta hoy, el Consejo de gobierno de los jueces quedó transubstanciado en un calco de la correlación entre los partidos políticos. Comoquiera que era ese organismo el que nombraba a los jueces de las instancias superiores, que casualmente eran las que tenían que ver los delitos de los parlamentarios mismos, la horda política pensaba haberse garantizado la impunidad más perfectamente blindada. Los esfuerzos agotadores de los jueces que se resistieron a esa destrucción del garantismo lograron, al fin, parar en parte la avalancha. Pero algunos aún recordamos la dureza con la que se trató de destruirlos. Los años, por ejemplo, que el más ferozmente tratado de todos ellos, Javier Gómez de Liaño, hubo de ver pasar antes de que los tribunales europeos anulasen la destitución con la que los gobernantes españoles buscaron castigar su modélica instrucción del caso Lasa-Zabala, aquella desaparición tortura, asesinato y ocultación de cadáveres, al viejo «estilo argentino», bajo el felipismo.

Sánchez no ha inventado la supresión de la autonomía del poder judicial. Lo hizo la ley orgánica de 1985. Que ningún gobierno rectificó luego. Lo específico en la horda sanchista ha sido el llevar la aplicación del principio guerrista hasta sus últimas consecuencias. Todos somos impunes, proclama el primer ministro: todos cuantos a mi sombra se cobijen. Un solo paso atrás de la oposición, en estos momentos, sellaría el definitivo vaciamiento de la democracia. Porque «no hay democracia allá en donde no hay división y autonomía de los tres poderes del Estado». Eso pensaban los clásicos que formularon la primera declaración de derechos del hombre hace un par de siglos. Contra eso luchan los amigos de Sánchez. Más eficazmente que Guerra y que González. Y con menos escrúpulos. Es la única diferencia.

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