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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Una casta de privilegiados

Ni padres, ni madres, ni hijos, ni hermanos, ni esposas, ni gentes de cualquier vínculo, por sanguíneo o íntimo que se quiera, pueden acogerse a privilegio alguno ante la ley. Al menos, en geografías en donde no impere directamente la antropofagia: física o moral

Actualizada 01:30

La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley fue el presupuesto de las sociedades modernas. Todo lo demás vino luego: los modos de elegir representantes políticos, la codificación específica de los derechos y los deberes, la composición misma de la ciudadanía…, sufrieron las modificaciones que, en el curso del tiempo, corresponden a un espejo de la historia cambiante. Sólo un principio se juzgó para siempre irreversible: la desaparición de cualquier privilegio ante los tribunales. El sistema de justicia estamental, en el cual a cada uno de los estamentos –nobleza, clero y tercer estado– correspondían leyes, jueces, condenas y sentencias específicos, fue demolido en 1789. No hay en eso posible marcha atrás. Salvo por parte de quienes apuesten por retornar a la barbarie.

¿Deben poseer trato diferenciado los representantes políticos en un sistema democrático? Sí, el diferenciado trato que evite que su mandato pueda verse alterado sin justificación suficiente. Para eso, se configuró el privilegio de la inmunidad parlamentaria. La cual no pone a ningún diputado ni a ningún gobernante al abrigo de la justicia. Codifica, eso sí, los procedimientos a través de los cuales haya de ser concedido el suplicatorio mediante el cual sea puesto a disposición del juez que lo solicite. Eso puede alargar algo el trámite. Pero en modo alguno blinda al político a quien se presuma responsable de un acto delictivo: público como privado. El ejemplo más clamoroso fue, sin duda, el del ministro del PSOE José Barrionuevo, condenado por el secuestro de Segundo Marey, por más que, durante meses, buscará blindarse bajo el manto de su inmunidad parlamentaria.

Como es de lógica elemental, la inmunidad está extraordinariamente acotada. Podría recurrir a su amparo cualquier diputado, del partido que fuere, por supuesto; podría, por supuesto, acogerse a ella el presidente del gobierno en caso necesario. Pero nada, absolutamente nada, en ninguna ley de ningún país civilizado, contempla la aplicación de tipo alguno de inmunidad a los parientes de la casta dominante. Ni padres, ni madres, ni hijos, ni hermanos, ni esposas, ni gentes de cualquier vínculo, por sanguíneo o íntimo que se quiera, pueden acogerse a privilegio alguno ante la ley. Al menos, en geografías en donde no impere directamente la antropofagia: física o moral.

Más grave –aún más grave– que los abusos que en cátedras y negocios haya podido cometer –si los ha cometido– doña Begoña Gómez, es que su comparecencia ante el juez que instruye su caso esté siendo de continuo interferida por tácticas dilatorias a las que ningún ciudadano normal podría acogerse. Si la señora Gómez desea aspirar a la inmunidad parlamentaria, lo tiene muy sencillo: basta con que su esposo la incluya en las listas de su partido para las próximas elecciones. No creo que le cree ningún problema moral. No sería el primer presidente socialista que ha hecho en España eso, por otra parte. Habida cuenta de que, en Roma, Calígula hizo lo mismo con su caballo favorito, esto de ahora parecería casi una chiquillada.

Puede hacerlo. En su día y a través de las urnas. Mientras ese día llega, la esposa del primer ministro es tan vulnerable a la ley como cualquier ciudadano. Y con idénticos derechos. De cualquier privilegio por encima de la ley, habrá de responder ante las urnas el esposo que mueve los hilos de una tal inmunidad fingida.

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