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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Mujeres surrealistas

Nunca una ciudad estuvo tan pulcramente regida por emperatrices huérfanas de peso paterno, cuanto lo estuvo el Montparnasse que se erigió en reino estético del matriarcado surrealista

Actualizada 11:23

París, cien años. Y un Manifiesto: el primero de los surrealistas. Que ve la luz en el otoño de 1924, redactado por André Breton. Y que pasa impecablemente desapercibido. Un manifiesto en el cual hoy, sin embargo, sabemos reconocer el germen de la explosión que iba a hacer de arte y literatura un mundo nuevo: único mundo verdaderamente nuevo del siglo veinte.

El Centro Pompidou de París lo conmemora con la que se presenta como definitiva recomposición del surrealismo (Centro Pompidou): a modo de laberinto, en el cual escritura, pintura, fotografía, se enreden en la maraña que extravió entonces todos los sentidos comunes –todos los lugares comunes– en el arte. Será obligado viajar hasta el Beaubourg para ver eso. Yo guardo aún el recuerdo de la descomunal monográfica que, en ese mismo lugar, se rindió al más grande de los maestros pictóricos del movimiento, Marcel Duchamp, allá por el año, creo recordar, 1977. Fue una de las más bellas muestras de arte que he tenido la fortuna de presenciar.

Los organizadores de la muestra actual enfatizan el papel que en ella otorgan a la imprevista irrupción femenina que disparó el surrealismo. Tienen toda la razón: el surrealismo ve nacer a la mujer moderna. Sin él, nada de lo que descabaló todas las convenciones de los siglos precedentes hubiera sido siquiera imaginable. En la fulguración poética de Joyce Mansour, protagonista tardía del movimiento, «la amazona devoraba su último seno / en la noche previa a la batalla final». Y era verdad que la batalla final había llegado para las mujeres en la desnortada Europa de entreguerras.

Nadie que haya salido una vez de casa retorna a ella: las mujeres surrealistas fueron un primer experimento en ese mundo que abolió sus coordenadas. Y su rareza, y también su primigenia extravagancia, contaminaron muy pronto el tejido, hasta entonces intocable, de las reglas sociales. Nuevas normas dieron como resultado un nuevo sujeto-mujer. ¿No llevaba acaso, en diciembre de 1924, el primer número de La Révolution Surréaliste, el lema «hay que conseguir una nueva declaración de los derechos humanos»? ¿Y no iba a ser precisamente la mujer, aquel «porvenir» que Louis Aragon profetiza al género humano en tránsito hacia una condición menos oscura?

Nunca una ciudad estuvo tan pulcramente regida por emperatrices huérfanas de peso paterno, cuanto lo estuvo el Montparnasse que se erigió, tras la Gran Guerra, en reino estético del matriarcado surrealista. Triolet, Carrington, Gala, Nush, Zürn, Mitrani, Fini, Remedios, Hugo, Prassinos…, inventaron un mundo que, hasta el momento de su desembarco, era inimaginable. Hace cien años, y antes de la «batalla final», las surrealistas devoraron las últimas células de su pasado. Inventaron esto a lo que nosotros llamamos una mujer. Y, por sinécdoque, esto a lo que decimos hoy lo humano.

Y ahora, en Beaubourg, el acta de aquel vuelco es consagrada: no hay surrealismo que no haya sido un culto y reinvención de la mujer que no tiene antecesores. Al cabo de cien años, pocas cosas del siglo XX preservan el destello del Montparnasse de 1924. París bien vale un siglo.

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