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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Ponedle bustos a Hernán Cortés

La estupidez de las autoridades mejicanas se alimenta de la idiotez de sus sosías españoles

Actualizada 01:30

López es el presidente de México y Pardo su sucesora, con Obrador y Sheinbaum de segundo y primer apellido respectivamente. Tienen la misma sangre azteca que servidor de Burundi, pero ambos se comportan como si Hernán Cortés les hubiera arrebatado algo propio, por las malas, y el imperio azteca fuera una ONG destruida anteayer por el colonialismo ibérico.

La presencia de sangre indígena en toda Hispanoamérica es diez, veinte o cien veces superior a la de Norteamérica, lo que ya explica por sí solo la verdadera naturaleza de los fenómenos «invasores» en ambos lados del continente: arriba sí se aniquiló a las poblaciones autóctonas, enterradas en el simbólico valle de Wounded Knee o encerradas en reservas miserables; pero abajo se impulsó el milagro del mestizaje, que concedió a las regiones de ultramar los mismos derechos que a los españoles de la península.

No es una opinión, es un hecho, recogido en las Leyes de Burgos de 1512 rubricadas por el Rey Fernando el Católico, vinculantes en América, las Indias o el Nuevo Mundo, tres nombres para un espacio geográfico similar que no fue tomado por España como si fueron fundados los Estados Unidos, a sangre y fuego.

En el caso de México, la evidencia es aún mayor: a Moctezuma lo echaron dos de los tres pueblos oriundos, unidos a las tropas de Hernán Cortes hasta cubrir más del 90% de sus efectivos, inicialmente formados por apenas medio millar de soldados españoles: los aztecas cayeron porque sus compatriotas se rebelaron contra el yugo de Moctezuma, el emperador que se coronó entre sacrificios humanos, muerto de una pedrada según los historiadores más fiables.

La historia necesita un acercamiento decente, que empieza por no mirarla con ojos del presente: la de España en las Indias tiene sombras obvias, pero sus formidables luces iluminan las penumbras a poco que se repase la herencia cultural, lingüística, económica, jurídica, racial y espiritual.

Porque el Descubrimiento, como la vuelta al mundo o la Reconquista, fueron tres gestas españolas para la humanidad superiores al viaje a la luna, que ensancharon el planeta desde la civilización y no con la barbarie, aunque se forjaran con ella: era la moneda de cambio de la época, y presentar a los «colonizadores» como unos crueles matarifes de pobrecitos nativos pacíficos es una tropelía que solo se sostiene desde el analfabetismo y el interés ideológico.

Que son las virtudes de cada uno de los múltiples caciques que pululan por América, dignos protagonistas del «Manual del perfecto idiota latinoamericano» de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa: su incapacidad para atender las necesidades de sus pueblos les han llevado a escribir una «leyenda negra» con la que exonerarse, como si cada uno de sus sonoros fracasos fuera la consecuencia de un pecado español de origen.

López y Pardo, tontos en azteca y tontos en hispano, no existirían de no beber de la misma sentina en la que abrevan los complejos españoles, incentivados por una clase política capaz de convertir aquella inmensa aventura en un «genocidio», mientras sonríen por el que sí hubo de verdad en la Rusia soviética, por ejemplo.

España necesita conocer y reivindicar, con elegancia, pero también sin pudor, a Cristóbal Colón, a Fray Junípero, a los intrépidos descubridores y al valiente Magallanes, como también a los Reyes fundacionales del país hoy conocido que empezaron a recuperarlo en las Navas de Tolosa.

A Hernán Cortés hay que ponerle bustos, aunque ahora se dediquen a derribarlo a cabezazos idiotas a ambos lados del Atlántico, con apellidos tan bonitos como López, Pardo, Iglesias o Belarra, que la estupidez viaja más rápido que la nao más veloz y hermana en una cofradía cutre que tapa su fracaso con vendettas ridículas a un pasado inexistente.

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