Hubo un día, no tan lejano
Sí, hubo un día no tan lejano en que era bueno no insultar, ni levantar la voz, ni gritar al adversario. Ese tiempo de certezas indubitadas resumidas en algo tan sencillo como que el bueno era el plato de sopa de mamá y no el tofu camuflado de hamburguesa de los woke.
Sí, hubo un día no tan lejano en que éramos políticamente felices. Tanto daba si gobernaba el nuestro o el de enfrente. Un andaluz charlatán de chaqueta de pana o un señor bajito y con bigote más seco que un ajo. Tampoco había tantas diferencias. Incluso estábamos dispuestos a perdonar que el despilfarrador de la izquierda nos subiera los impuestos siempre que tuviera cierta altura de Estado. O que el gestor de derechas mirara hacia otro lado ante la mendaz superioridad moral del progresismo. Nos bastaba con que no les diera vergüenza ser español, no pactaran con matarifes y no quisieran levantar un muro para que media España viviera en el lumpen.
Sí, hubo un día no tan lejano en que nadie nos decía lo que teníamos que hacer en la mesa, en la cama, ni nos obligaban a usar la copa menstrual ni a cuidar más al perro que al abuelo, hubo un día en que todos éramos todas, porque todas queríamos ser todos. Y todos -nuestros maridos, nuestros hermanos, nuestros padres- eran parte de todas. Y con todos estábamos todas. Y no había todes porque no había sectarios idiotes, tontes y necies.
Sí, hubo un día no tan lejano en que llamábamos de usted a los mayores, cedíamos el asiento en el autobús a una embarazada o ayudábamos a cruzar a una persona mayor. Y no estaba tan mal. Es más, estaba muy bien. Como respetar a los maestros sin ir como gallinas a pedir a nuestros padres que les retiraran la autoridad. Porque hubo un día en que los padres admiraban a los profesores y nos inculcaban la necesidad vital de aprender de ellos, de incorporarlos a nuestro patrimonio afectivo, para que muchos años después -hoy es el día- formaran parte de nuestra patria sentimental. Porque lo bueno era que te temblaran las piernas cuando el maestro llamaba a tu padre para quejarse de tu rendimiento en clase. No al revés.
Sí, hubo un día no tan lejano en que tomábamos la cafetera italiana entera para estudiar el examen, porque lo bueno era aprobar y no encadenar suspensos. Un tiempo en que no nos sentíamos acosados pedagógicamente por el sistema educativo, tiempo en el que teníamos claro que catear era el pasaporte más directo a la bronca en casa. Y cuando esta llegaba no nos sentíamos vejados por la autoridad paterna sino sencillamente apenados por haber traicionado su confianza. La confianza, ese intangible tan importante.
Sí, hubo un día no tan lejano en que dedicábamos, sin sentir que la malgastábamos, una tarde entera a charlar con un amigo que lo estaba pasando mal, o a visitar a nuestra tía que se había quedado viuda, provistos de una bandeja de pasteles y de una sonrisa. Ese tiempo en que se podía volver sola pero no borracha para que tu familia y todos los que te conocían no se preocuparan. Hubo un día en que lo correcto era subirle la compra a la vecina o pedir el aguinaldo en Nochebuena o jugar con los primos al rescate o recoger la mesa a cambio de no secar los cacharros.
Sí, hubo un día no tan lejano en que nos enseñaban en el instituto los logros de la transición y sentíamos un orgullo indisimulable como ciudadanos jóvenes de una joven democracia que era admirada en el mundo. Porque en ese tiempo poner el belén con tus padres y cortar el papel de aluminio para simular un río era la lo más parecido a la felicidad. Y votar… votar era un logro colectivo. Sí, hubo un día en que estudiar Periodismo era una gota en el océano democrático, pero una gota al fin.
Sí, hubo un día no tan lejano en que creíamos en la Unión Europea como una historia de éxito y no una mastodóntica estructura de burocracia y gasto. Ese tiempo en que la gente votaba por los suyos y no contra nadie. Un tiempo, no tan lejano en el que los periodistas no insultaban a los compañeros porque no estaban en su trinchera. Ese mismo tiempo en que había presidentes y ministros que no mentían más que hablaban, tiempo en los que los políticos no eran lo peor de la sociedad porque se preparaban, no vociferaban y usaban ese arma tan inteligente de la ironía.
Sí, hubo un día no tan lejano en que era bueno no insultar, ni levantar la voz, ni gritar al adversario. Ese tiempo de certezas indubitadas resumidas en algo tan sencillo como que el bueno era el plato de sopa de mamá y no el tofu camuflado de hamburguesa de los woke.
Sí, hubo un día no tan lejano en que el paraíso era colocar papel de plata a modo de río en el belén y ver el brillo de emoción en los ojos de tus padres.
Feliz Navidad a los lectores de El Debate.