Feministas TERF
Para las viejas feministas, que expresan su estupor al ver arrumbado el esfuerzo de un siglo entero de apropiación de las mujeres por sí mismas, estas profetisas de un mundo a la medida de lo querido reservan unas siglas, TERF (Trans-Exclusionary Radical Feminist), aún más humillantes que los escarnios reservados a los machos de la tribu. Para J. K. Rowling, por ejemplo
De dos premisas negativas no se deduce nada. Es una regla inconmovible de la lógica. Al menos, desde los hace un par de milenios y medio en que Aristóteles codificara el arte deductivo. Que A no sea igual a B y C no sea igual B, no permite deducir que A y C sean iguales. Sólo a un descerebrado se le ocurriría de deducir que, de las premisas «Sánchez no es González» y «González no es Aznar», pueda deducirse que «Aznar es Sánchez». Hasta el más tierno infante que balbucee un poco entendería eso.
Lo estupendo es que la más tonta de las falacias lógicas se cuele en el razonamiento típico de esos profesionales de la política cuya sindéresis neuronal no llega a las alturas de un lactante. El hilarante debate de las que a sí mismas han venido a proclamarse «nuevas feministas» (en insultante ofensa a aquellas feministas que, en el surco de Beauvoir, forjaron la plenitud de derecho que hoy impera en todas las sociedades libres) se cifra en una variedad igual de tosca de la falacia de negación doble. Transparente en la legislación con la que una de aquellas tiernas criaturas de parvulario nos deleitó a todos, hace ya un par de años, antes de que sus colegas más adultos optaran por expulsarla del gobierno. En su versión minimalista: M no es igual a H, H no es igual a T, ergo T = M. Siendo M «mujer», H «hombre» y T «transexual». El restablecimiento de los fundamentos lógicos que establece la sentencia reciente del Tribunal Supremo británico debiera resultar tan obvio como para no perder tiempo alguno en justificarlo.
Y, sin embargo… Sin embargo, una oleada de escándalo ha sacudido en toda Europa lo que pensábamos el soporte de una racionalidad poco renunciable. Las protofeministas de principio del siglo veinte dieron ásperas batallas por lograr una igualación jurídica con los varones. Sólo tras dos guerras mundiales y la renovación social que fue su epílogo, aquella reivindicación suya fue consumada en la segunda mitad del siglo XX. Las que en el siglo XXI se apoderaron del sustantivo «feminismo», conceptualmente forjado por sus mayores, dan marcha atrás a todo lo que el rigor de aquellas impuso. Y, en el que a sí mismo se dice hoy «feminismo de género», la condición femenina se aviene a ser borrada por la presencia de quienes, no aceptando su identidad de varones, imponen una identidad de hembras que tan sólo tiene vida en su imaginario. Para las viejas feministas, que expresan su estupor al ver arrumbado el esfuerzo de un siglo entero de apropiación de las mujeres por sí mismas, estas profetisas de un mundo a la medida de lo querido reservan unas siglas, TERF (Trans-Exclusionary Radical Feminist), aún más humillantes que los escarnios reservados a los machos de la tribu. Para J. K. Rowling, por ejemplo.
¿Puede una misma palabra pasar, en el curso del tiempo, a designar exactamente lo contrario de lo que significó primero? Todo lector del «Paul Menard, autor del Quijote» de Borges lo sabe posible. Inexorable, incluso. Por los mismos lejanos años en que leía con fascinación las Ficciones del maestro bonaerense, cayó en mis manos el muy académico estudio que Ernst Bloch dedicara al aristotelismo de Avicena. Y en él, este llamado a la sensatez, que para todo historiador de la filosofía debiera ser axioma: «Todo pensamiento cuerdo puede haber sido pensado siete veces. Mas cada vez que se volvió a pensar, en otro tiempo, en otras circunstancias, no era ya el mismo». Lo verdaderamente cruel es cuando aquello que definió una cordura se convierte en el nombre de un delirio. Y un «feminismo» siervo entierra hoy todo cuanto supo erigir ayer un «feminismo» libre.