Una esperpéntica izquierda, más papista que el Papa
Desde su humildad de primera hora, cuando rogó que se rezara por él, «Il Papa dei poveri» no ha dejado indiferente a nadie sin haber quebrado ningún principio existencial de la Iglesia, aunque fuera rompedor de muchos usos y costumbres
Tirando de ese humor tan distintivo que gastaba y que sorprendía por su franqueza desusada en un Pontífice, Il Papa dei poveri, como legatario de il poverello d'Assisi, se podría colegir que ha hecho su primer prodigio nada más fallecer este Lunes de Pascua con la cruz a cuestas de la enfermedad pulmonar crónica que obligó a extirparle parte del lóbulo al joven Bergoglio. Casi le merece su canonización como «santo subito» tras asistir a la exhibición de pesar por parte de la misma izquierda que combate la Cruz, pone sordina a sus celebraciones, mientras felicita el Ramadán, y torpedea la enseñanza religiosa.
Es más, con sus elogios fúnebres y sus llantos de plañideras, han buscado incluso apropiarse de la figura de Francisco y situarlo a su lado de la barricada, según el cantinero Pablo «Garibaldi» Iglesias, quien como comunista siempre tuvo a la religión por opio del pueblo. Tampoco le ha andado a la zaga el triministro Bolaños para quien el Papado de Francisco y la Presidencia de Sánchez son equiparables. «Cuando las cosas están en manos de personas buenas, eso mejora -sentencia quien no precisa abuela- la vida de la gente, y eso es algo que hacemos todas las semanas». Este martes, por ejemplo, al valerse del luto oficial a fin de disponer a cencerros tapados de 10.471 millones para rearme orillando a las Cortes.
Si se correspondiera con un acto de contrición, habría que dar gracias al Altísimo, pero no deja de ser un ejercicio de hipocresía por parte de quienes lucen a Francisco como uno de los suyos al sesgar su legado. Aprovechando su proximidad a los más pobres y desheredados, esta izquierda doctrinaria ha querido arrimar el ascua a su sardina para convertirlo en icono partidista. Tanto les da fotografiarse ante el mausoleo del genocida Ho Chi Minh que con el túmulo de Francisco certificando que, según Benedicto XVI, la absolutización de lo relativo es el totalitarismo.
Sin duda, Bergoglio ha coadyuvado al equivoco en su plausible cruzada por rescatar toda oveja descarriada siguiendo la parábola evangélica. Ello ha generado resquemor y confusión entre muchos fieles que no concebían sus arremuescos con quienes no tenían menor interés en engrosar el rebaño, sino vestirse con pieles de cordero, por mucho que Francisco anhelara emular al gloriado de Asís con el «hermano lobo». Todo un ceremonial de la confusión de una esperpéntica izquierda más papista que el Papa.
En un orbe tan disyuntivo y polarizado, el Santo Padre no tenía sencillo escapar del encasillamiento cuando las sandalias de pescador exigen moverse sin ataduras. Pero tampoco Jesús fue comprendido por todos hasta su crucifixión. Ni siquiera por sus discípulos a quienes anunció que le traicionarían incluido el mismo Pedro sobre cuya piedra edificó su Iglesia. Si éste le negó tres veces antes del canto del gallo, ¿quién está exento de errar?
Cuando se blande que Bergoglio intentó desterrar la imagen de una Iglesia endogámica y apartada de los problemas de la gente, al estar llamada, según sus palabras, a ir hacia las periferias existenciales -«las del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria»-, se olvida que, como había subrayado Benedicto XVI, gran doctor de la Iglesia, ello ya figura en los Hechos de los Apóstoles. Cuando Pablo de Tarso se halla en la frontera entre Asia Menor y Europa, no desea atravesar la raya y prefiere quedarse en su patria. Pero al apóstol de los gentiles le asalta un griego que le ruega que le acompañe a Macedonia registrándose así la llegada del cristianismo a Europa.
Es verdad que Benedicto XVI usó el hito de San Pablo para recabar la reevangelización, entrevista por Juan Pablo II, del Viejo Continente. Ello pasaba por recuperar la esencia de un mensaje que difícilmente propagaban quienes hacían dejación de su sacerdocio imposibilitando el regreso de no creyentes y separados de la Iglesia. Luego de crearse el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización de Europa, Bergoglio antepuso la periferia de la que provenía como primer Papa jesuita y latinoamericano. Lo hizo cuando el catolicismo crecía en África, Asia y EEUU, gracias a la inmigración al sur del río Grande, y Europa se secularizaba a marchas forzadas con gobiernos laicistas que urgían, según Ratzinger, la reacción de la Iglesia.
Para Benedicto XVI, al que le faltó salud para atajar lo que atisbó con clarividencia, la católica Europa de las catedrales ya era periferia trufada por el islamismo. Por eso, siendo tierra de frontera para sus antecesores, es incomprensible que Francisco no viajara a la España de Santa Teresa o de San Ignacio, y artífice de la expansión del catolicismo en el continente natal de Bergoglio, al margen de ser distante con su Episcopado y de refutar la tarea misionera de la Corona de Castilla. Queda en el aire su enigmática frase: «Iré a España cuando haya paz, primero tienen que ponerse de acuerdo ustedes» cuando no rehuyó ningún lugar de conflicto en un papado en el que visitó más de 60 países.
Quizá este alejamiento de la España católica y de que se enajenara de la agenda laicista de quienes peregrinaban al Vaticano, como si fueran a saludar a un conmilitón peronista, explique que festejen a un Francisco «corpore insepulto» quienes anhelan hacer realidad que «España ha dejado de ser católica», como se jactó Azaña. Pero sólo una visión miope puede contraponer la Europa de las catedrales con la de los campos de emigrantes siendo testimonio de la misma fe ante quienes, mediante la «dictadura del relativismo», aspiran al ostracismo de la Iglesia.
Aun deplorando su vaga beligerancia contra dictaduras como Cuba o China o el sinsentido de sus palabras al irrumpir terroristas islámicos en la revista Charlie Hebdo matando a doce personas -«Si alguien dice una palabrota sobre mi madre, puede esperarse un puñetazo»-, hay resaltar el carisma de Francisco con los débiles y desahuciados, aunque sus recetas económicas agravarían sus calamidades. Habiendo capoteado un tiempo convulso por el populismo y conectado con las inquietudes del hoy, aún es pronto para saber su lugar en la Historia. El tempo eclesial no se rige por las manecillas del reloj de la actualidad.
En todo caso, desde su humildad de primera hora, cuando rogó que se rezara por él, Il Papa dei poveri no ha dejado indiferente a nadie sin haber quebrado ningún principio existencial de la Iglesia, aunque fuera rompedor de muchos usos y costumbres. Escribiendo derecho con renglones torcidos, trató de ser digno Vicario de Dios.