La chica del rincón

Ahí está. Si no fuera por que ocupa un espacio, nadie repararía en ella, tan menuda, discreta y silenciosa. Ese es su sitio, su paraíso particular. A lo largo de la semana ve discurrir los días con la ilusión de que llegue la mañana sabatina para dirigirse entusiasmada hacia su bar refugio.

Es feliz así, observando al resto de la clientela. Qué satisfacción encuentra en estudiar la naturaleza esos hombres y mujeres que entran siempre alegres, solos o en grupo, clientes habituales con los que cada sábado mantiene casuales conversaciones de bar, intranscendentes y pasajeras. Le gusta imaginar, se recrea en ello, la vida personal de sus compañeros de aventura, individuos que anhelan encuentros triviales aunque reconfortantes. Los mira de soslayo para no perturbar el momento ni incomodarlos, se fija en cómo se sientan, cómo hablan o se mueven.

Además, la música. La primera vez que entró en ese bendito bar de barrio, pura casualidad, sonaba Senza fine de Gino Paoli y quedó fascinada. Mientras tararea en su rincón, piensa en cuántas historias se han fraguado en este cuadrilátero: amores que comenzaron entre mirada y mirada y continuaron, más tarde, entre cerveza y cerveza para, en más de una ocasión, diluirse en un café o soledades encarpetadas momentáneamente por el placer de una charla breve pero suficiente, cuando solo se busca un poco de calor humano. La vida misma fluye ante sus ojos y ella la contempla desde una esquina del mundo.

Último sorbo de café, nada es eterno, y la chica sabe que debe abandonarse y regresar a su otra vida, la llamada «real». Se levanta en silencio y lanzando una radiante sonrisa, desea buen día a los presentes. Camina ligera y dichosa hacia la puerta… Preparada para seguir su destino, por cierto, como todos nosotros.