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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¿Está España deshilachándose?

Ante esa pregunta me temo que lo acertado es responder a la gallega: sí... y no

Actualizada 12:14

El osuno sindicalista Cándido Méndez, nacido en Badajoz hace 72 años y criado en Jaén, fue el líder de UGT entre 1994 y 2016. La verdad es que durante su etapa el sindicato hermano del PSOE no lució precisamente como una patena. Algunos de sus dirigentes acabaron hospedados en la trena por notorias chorizadas en León, Asturias y en los ERE de Andalucía.

Sin embargo, Cándido Méndez parece todo un patriota comparado con su sucesor, Pepe el de los fulares, un asturiano que se ha hecho nacionalista catalán por un penoso complejo de inferioridad. Ahora Cándido acaba de publicar un libro y ha tenido la honestidad de condenar con energía la amnistía y el cupo catalán. Además, aboga por la recuperación de la mili como herramienta para vertebrar España, porque a su juicio sufrimos un «deshilachamiento de la identidad nacional».

¿Tiene razón? ¿Se está deshilachando España? Me temo que es una de esas preguntas que solo se pueden responder a la gallega: sí… y no.

Sí, porque el modelo autonómico ha provocado un extrañamiento hacia la idea de España, que se convierte en una entidad lejana, toda vez que toda la vida diaria de la gente depende de la omnipresente instancia autonómica.

Sí, porque mientras los nacionalismos que aspiran a romper nuestro país y crear sus mini estados trabajan cada día en forjar su «identidad nacional», los que defienden la idea de España no acometen una labor similar.

Sí, porque los sucesivos gobiernos de la democracia no han hecho una promoción activa de la lengua, la cultura y la historia de España, sobre todo allí donde las amenaza el separatismo. Esa inhibición atiende en parte a la asombrosa empanada conceptual que lleva a confundir Franco y España, algo que se exacerba en una izquierda hoy antiespañola a efectos prácticos.

Sí, porque en dos regiones españolas, Cataluña y el País Vasco, el poder nacionalista se ha centrado en fomentar el supremacismo autóctono y el desprecio a España, hasta el extremo de que el español está ya proscrito en las aulas catalanas y va camino de ello en el País Vasco.

Sí, porque la inmensa mayoría de los intelectuales españoles tienen alergia a defender a su país (no vaya a ser que la izquierda, que domina la cultura, los señale y resulte que venden menos, que ya no los premian, ni los invitan a las cuchipandas y excursiones culturetas).

Y, sin embargo, a pesar de todo eso… España sigue ahí, como una evidencia innegable, insoslayable, vivísima. No pueden con ella.

No pueden con la arrolladora fuerza del español, que de manera tozuda sigue siendo el idioma más hablado en Cataluña y el País Vasco, a pesar de miles de millones dilapidados en «inmersiones» (los separatistas hasta han tenido la desgracia de que la música de moda en el planeta, el reguetón, se canta en español).

No pueden con una forma de vida muy uniforme, que hace que a la hora de la verdad una calle comercial o de ocio de Tarragona o Barcelona parezca clavada a una de Valladolid o Murcia. No pueden con el faro mediático de Madrid, que sigue marcando la opinión y los debates que luego tienen eco en toda España .

No pueden con los superventas de una cultura popular compartida (los de Gerona leen a Gómez Jurado y a Julia Navarro y escuchan a Aitana o Calamaro, igual que los de Lugo). No pueden con la flora y fauna televisiva y sus polémicas y circos, que dan que hablar en las chácharas de toda España. No pueden con que todos compramos en nuestras ciudades en el mismo Zara, el mismo Mango, el mismo Mercadona y el mismo Corte Inglés. No pueden con la Liga, con el tapeo, con el Rioja y el Rueda, con las cañas de Estrella Galicia y Mahou, con las vacaciones playeras de todos en el Sur, el Levante o Baleares.

No pueden con siglos compartiendo una historia única, la del país que descubrió América, hilvanó un inmenso imperio y llevó la fe católica a todo el orbe. No pueden con una ilusión colectiva por ir a más, que nos permitió superar las más tremendas adversidades, desde la invasión napoleónica a la derrota y depre de 1898, pasando por un siglo XIX que no pudo ser más convulso y una Guerra Civil espantosa.

No pueden con el hecho de que en cuanto rascamos un poco todos tenemos ancestros de media España, por eso los nacionalistas más fogosos se apellidan Rufián, Esteban o Pradales.

No pueden con una alegría de vivir reconfortante, con una jovialidad que bulle espontánea por todas partes (si en un aeropuerto internacional ven un corrillo riéndose y dando un poco el cante, al acertarse descubrirán que son siempre españoles o italianos).

No pueden con el país de Cervantes, Velázquez, Gaudí, Lorca, santa Teresa de Ávila y san Ignacio de Loyola, Servet y Cajal, Gracián, Tomás Luis de Victoria, Pizarro y Cortés, Induráin y Rafa Nadal…

No pueden con un país extraordinario. Porque el paréntesis amoral apellidado Sánchez pasará. Porque el virus de la insolidaridad separatista se acabará viendo como lo que es, una paletada retrógrada (está empezando ya a sucederle a parte de la juventud catalana).

Y cuando todo quede atrás, cuando se haya superado las empanadas confederales y los cerriles odios victimistas, ahí seguirá lo de siempre: España.

Así que deshilachada, puede que sí. Incluso hecha un cromo. Pero viva.

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