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18 de septiembre de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Cada familia que fracasa es un niño herido

Increíble que nos neguemos a encarar algo tan evidente como que los hogares inestables o rotos destrozan a los chavales y marcan sus futuras vidas

Actualizada 11:48

Este verano he leído Hillbilly, una elegía rural, y me atrevería a recomendarlo, aunque el libro se publicó en 2016. La esclarecedora autobiografía suscita ahora renacida atención, porque su autor, J. D. Vance, es el candidato a vicepresidente de Trump, aunque cuando escribió estas memorias lo ponía verde.

Pero el interés del libro no radica en la política, aunque la roce, sino en que supone un formidable fresco biográfico, que señala las auténticas causas de la postración crónica de amplias capas de la clase trabajadora blanca estadounidense.

J. D. Vance procede de una familia de hillbillies, asentados en la dorsal de los Apalaches y el Rust Belt, en el este de Estados Unidos. Son los descendientes de escoceses e irlandeses que emigraron allí en los siglos XVIII y XIX y les va francamente mal. No arrancan. Son los blancos de clase baja, conocidos también con los términos despectivos de white trash o rednecks.

Vance constituye un milagro andante. Saliendo de un hogar pobre y muy inestable, con una madre drogadicta que cuando tenía doce años intentó suicidarse chocando su coche con él a bordo, ha logrado llegar a la cima de la sociedad estadounidense: licenciado en Derecho por Yale, senador republicano y con el bolsillo bien pertrechado tras haber invertido con ojo en Silicon Valley.

La familia de Vance procede de Jackson, en las montañas de Ohio. Sus abuelos emigraron por la Ruta 23 hacia el Norte, para instalarse en Middletown, una ciudad construida alrededor de una importante fábrica, que garantizaba un buen futuro. Y así fue durante bastante tiempo, hasta que la compañía primero acabó en manos japonesas y luego decayó.

Los héroes de la vida de J. D. Vance, nacido en Middletown en 1984 y cuyo padre lo abandonó al nacer, son sus abuelos. Ellos, a los que apoda Mamaw y Papaw, eran bastante brutos, de lengua afilada y con un concepto tribal y violento de la lealtad familiar (tenían una docena de armas en casa, por lo que pudiese pasar). Pero le proporcionaron la mínima estabilidad hogareña que le permitió poder centrarse para estudiar. Los abuelos lo rescataron del vértigo de la montaña rusa de su madre, una enfermera drogadicta, que sucesivamente traía a vivir a casa una nueva pareja «para toda la vida»… que duraba solo unos meses, tras una ruptura con insultos a gritos y lanzamiento de objetos, con sus dos hijos asistiendo estremecidos a la batalla.

Vance se fue a vivir con su abuela, su Mamaw. Y a su modo un poco disparatado, la mujer le inculcó un aliciente, un proyecto de vida y esperanza: «Nunca seas uno de esos jodidos perdedores que piensan que todo está en su contra. Tú puedes hacer lo que quieras».

El niño se lo creyó. Superó bien el instituto y luego tomó una decisión drástica: alistarse en los marines, donde le ordenaron la cabeza tras una infancia rodeada de caos. Tras volver de la campaña de Irak, Vance logró graduarse en la mediocre universidad local. Pero acto seguido dio la campanada al lograr ser admitido en Yale, donde llegaría a dirigir su revista jurídica.

¿Un final feliz? Sí, una increíble historia de meritocracia. Pero no todo son luces. Vance tiene que seguir trabajando cada día para reprimir su tendencia a los brotes de cólera con su propia familia, fruto de lo que mamó en su infancia. Además, continúa dándole vueltas a un tema capital para él, un hombre que se siente de corazón «un hillbilly escocés-irlandés»: ¿Por qué fracasa su gente? ¿Por qué una historia como la suya supone una rarísima excepción y muchos chicos hillbillies no completan siquiera el bachillerato? ¿Por qué caen tantos hombres y mujeres en las adicciones, la violencia o la absoluta desidia?

Y aquí llega lo más interesante. La situación económica influye, por supuesto. Pero Vance concluye que no es decisiva, pues sigue existiendo empleo para los que lo quieran. A su juicio, el problema es de actitud. Los hillbillies, esos que proclaman que la familia es sagrada y que estarían dispuestos –literalmente– a matar por defender a los suyos, en realidad son unos pésimos padres y un mal ejemplo. «Lo que hay aquí es falta de iniciativa, un sentimiento de que tienes poco control sobre tu propia vida y mucho deseo de culpar a todo el mundo menos a ti mismo», señala el autor, que publicó su libro cuando tenía 32 años.

Los blancos postrados maldicen al Gobierno y a las empresas por su situación casi endémica de pobreza, adicciones y violencia. Pero Vance cree que la médula del fracaso se halla en el corazón de las familias. O más bien en la falta de familias estructuradas, en las que los niños puedan disfrutar de cierta estabilidad, la que él acabó encontrando en sus abuelos. Eran pintorescos, rudos hasta extremos chiflados (la abuela llegó un día a rociar al abuelo con gasolina por llegar borracho una vez más y le prendió fuego, saliendo ileso de milagro). Pero eran más o menos formales para lo que se estilaba en aquel hábitat y le aportaron un anclaje.

Concuerdo con su diagnóstico. Es increíble cómo nos negamos a encarar la evidentísima realidad de que los hogares inestables o rotos marcan para siempre las vidas de los chavales, lo que van a ser como adultos. Pero ya lo decía aquella inolvidable ministra de Educación del Partido Socialista: «Los niños no son de los padres».

Vance conoció en Yale a una estudiante brillante y hermosa, hija de inmigrantes indios, con la que se casó y con la que tiene varios hijos. Cuenta que la primera vez que fue invitado a casa de sus suegros se quedó muy sorprendido. La novedad era que no gritaban ni se insultaban. Aquello le pareció un raro oasis viniendo de la irascibilidad polvorilla del mundo hillbilly.

¿Soluciones? Se muestra muy pesimista. Confiesa que no cree que la política pueda arreglar el problema de los blancos rezagados. La única revolución de éxito tendría que provenir de un cambio de mentalidad en el corazón de las familias. Y eso, ¿cómo se logra? Desde luego no parece que con ideología de género hasta en la sopa, con la promoción de los hogares monoparentales (que está tozudamente probado que no son tan positivos para los niños como los de padre y madre), o con 16 modelos de familia, como decía cierta taruga que llegó aquí a ministra.

Cada familia que fracasa es un niño herido.

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