Perder la paciencia a lo Jep Gambardella
Con la edad se va produciendo el inevitable 'efecto abuelo Cebolleta' y cada vez son más las cosas que te resultan cargantes (pero, ¿y si tienes razón?)
El cineasta napolitano Sorrentino, que sus a 54 años está perdiendo un poco el norte y cayendo en un manierismo vacío, rodó antaño excelentes películas. Tal vez la mejor sea La gran belleza, con la que ganó el Oscar al mejor título extranjero en 2013. Cuenta la historia de un escritor frustrado autor de un solo libro, Jep Gambardella, un dandy convertido en rey de la vida social de Roma y reportero ocasional. Le da vida el soberbio Toni Servillo, actor que solo con pasearse por la pantalla ya se ganaría el sueldo. La película es muy estética y evocadora. Además, propina finos repasos a ciertas imposturas del mal llamado «progresismo», como es el caso del arte-estafa a lo Marina Abramovic, o las élites pijis que van de izquierdistas, recetando a los demás una mediocridad igualitaria que no quieren para sí.
En una de sus paseatas por los recovecos de la siempre fascinante Roma, Jep Gambardella ocupa su mente desocupada con esta declaración de principios: «El descubrimiento más importante que hice pocos días después de haber cumplido los 65 años fue que no podía perder el tiempo haciendo cosas que no quería hacer».
Todavía no me han caído los 65, pero empieza a asaltarme esa sensación. A medida que se van cumpliendo años van mermando las reservas de paciencia. Como diría el castizo, «uno ya no está para gilipolleces». Se va produciendo el efecto 'abuelo Cebolleta'. Te vas convirtiendo en un cascarrabias, que refunfuña para sí mismo ante minucias que no deberían tener la mayor importancia, pero… Ahí va un ránking rápido de menudencias cargantes:
—Los interlocutores que emplean las coletillas «¿sabes lo que te digo?», o «¿me entiendes?». Te dejan con ganas de replicar: «Pues claro que te entiendo, en principio no soy imbécil».
—Los ejecutivos petardos que para darse pote salpican todas sus frases con una cascada de anglicismos innecesarios. Esos que a un resumen le llaman un «briefing» y a las materias primas «commodities», o que para pedirte una respuesta rápida escriben al final de su mensaje ASAP (as soon as possible). Cuando alguien proclama «esto es un win-win» para afirmar que todos salimos ganando, entonces ya me dan ganas de sacar la espada láser.
—La epidemia de gente que habla sola (fenómeno creciente, que se debe a los auriculares portátiles del móvil).
—Los camareros que se apropian de tu botella de vino y te sirven en plan surtidor de gasolina sin que tú se lo hayas pedido.
—La moda de las mesas sin mantel —casi siempre llenas de roña—, los vasos de cartón y el simpático camareta del pendiente, los tatuajes, la camiseta negra —y uña también negra— llamándonos «chicos» a los puretas en un restaurante que va de modernete y de ultra decorado, donde te van a arrear un estacazo mítico por una comida escasa y tópica, servida en un plato gigante de formas incómodas, con una raya de salsa de colores y una flor que no sabes bien para qué sirven (tal vez para ocultar que el trocito de rape mide solo tres centímetros).
—Los tíos en bermudas pilosas y chancletas en las oficinas, ajenos a que cada momento tiene su afán y el curro no es la playa.
—La frase «evitemos hablar de política en la mesa». ¿Y por qué? ¿Vivimos en una dictadura? ¿Por qué no se puede charlar de política si es una cuestión capital?
—Los plastas que se apoderan de una mesa de tu café favorito con su ordenador portátil («laptop» en la jerga pedante) y se tiran allí la mañana, por supuesto hablando solos con sus auriculares calados, voceando en alto como si les fuese la vida en ello los coñazos de su trabajo, que en realidad no van a ningún lado.
—Ese anuncio radiofónico de los colegios farmacéuticos que escucho cada mañana, donde hablan de «tu farmacéutico y farmacéutica de confianza», en preceptivo lenguaje inclusivo, recordándonos que el régimen ya ha logrado cambiar hasta nuestra manera de hablar.
—Los chavales idiotizados por el móvil que son incapaces de aguantar más de seis minutos la conversación de los adultos en la mesa (y los padres todavía más idiotizados que toleran esa grosería).
—Los del berrinche airado y el victimismo. La gente que va permanentemente de víctima y está cabreada con el mundo.
—La soporífera conversación de muchos altos burgueses (o pijos, si nos ponemos coloquiales), que incluye tres tipos de plomos: 1.- Los cotillas que tienen como única conversación chismes de cama. 2.- Los que solo saben hablar de sus viajes, inconscientes del muermazo que provocan. 3.- Los aterradores interlocutores que te cuentan con todo lujo de detalles las habilidades de sus hijos o nietos, «que han salido listísimos, y no es porque sean los míos, eh».
—La imposición del logo arcoíris, desde buzones de correos hasta bicicletas de los servicios municipales, pasando por todos esos heterosexuales que llevan pulserita gay, pero que son como si un vegano portase una de un asador de chuletones.
—La paletada supremacista del nacionalismo, que lleva a algunos a pensar que son seres superiores porque a una sardinilla le llaman xouba o parrotxa. Por no hablar de los inefables Eneko Ramírez, Lluis Pèrez o Uxía Andújar.
Y aquí lo dejo, porque si continúo sigo hasta mañana…