Contra el fanatismo climático de la izquierda
Cada vez emergen más voces autorizadas que refutan un catastrofismo que tiene un claro sesgo ideológico y oculta muchos datos relevantes para el debate
Aunque tiendo a ver la botella medio llena, asumo que existen tres amenazas que podrían ventilarse a la humanidad: 1.- Una escalada bélica atómica. 2.- Una pandemia todavía más contagiosa y letal que la anterior. 3.- El abrumador y anárquico despegue de la IA, que puede conducirnos a que un día las máquinas acaben tomando consciencia y se rebelen contra nosotros, haciendo así real la pesadilla del ordenador HAL 9000 de la película 2001 del insuperable Kubrick.
Curiosamente, esos tres claros riesgos no figuran entre las preocupaciones del gran público y de los jóvenes. Lo que sí ha cuajado a tope es la discutible teoría de que la mano del hombre se está cargando el planeta y nos encaminamos al apocalipsis climático.
Estoy leyendo un librito que acaba de salir, titulado No es el fin del mundo. La autora es una profesora de Oxford, Hannah Ritchie, especializada en el análisis de datos. En el prefacio recoge una encuesta mundial, que refleja que más de la mitad de los jóvenes de entre 16 y 26 creen que «el mundo está condenado». Un 40% dudan sobre si deben tener hijos, dado el fin del mundo climático en ciernes.
Este verano, paseando por ahí, me ha entristecido constatar que la angustia por el clima agobia ya a muchos chavales y afecta a sus decisiones. La profesora Ritchie rechaza tan funestos presagios y defiende la visión que algunos compartimos: la contaminación que causamos daña al planeta, sí; pero el mundo no se va a acabar mañana y los cambios del clima no son atribuibles solo al hombre.
El Debate acaba de ofrecer una esclarecedora entrevista de Rodrigo Díez con los autores del libro Cambios climáticos, tres geólogos que están hasta la zanfoña del «catastrofismo» con el asunto. Estos científicos sostienen que «el clima está cambiando continuamente» y que «estamos inmersos en el tramo final de un calentamiento que comenzó hace 20.000 años». Explican que la mutación del clima «no es una anomalía», pues siempre ha ocurrido. Concluyen que «el hombre no puede ser responsable de esas oscilaciones» y recuerdan que el factor que más afecta «son las fluctuaciones energéticas del sol».
Los geólogos aportaban algún dato que le provocaría un síncope a Greta Thunberg, o a Teresa Ribera, como que «ahora estamos atravesando un periodo frío, con hielo en los dos polos, algo que solo ha ocurrido en periodos minoritarios». O el hecho de que hace solo 7.000 años se podía ir caminando por tierra firme desde Francia a Inglaterra.
Hay más datos que se escamotean. Como el hecho de que solo existen registros estadísticos fiables sobre el clima desde hace 144 años, cuando la Tierra tiene 4.500 millones de años. O que una de las causas de la caída de Roma fue un fenómeno de calentamiento en el siglo III, que trajo una devastadora sequía. O que en los siglos VI y VII se registró la que hoy se conoce como la Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía, enfriamiento provocado por tres grandes explosiones volcánicas. O que entre 1550 y 1850 se registra en el hemisferio norte la llamada Pequeña Glaciación, por una disminución de la actividad solar y un aumento de la volcánica.
Conservador viene de conservar. Por eso defendemos la preservación de la naturaleza. Todos queremos menos plástico, basuras controladas, mares y ríos limpios, reducir los malos humos. Personalmente, procedo de uno de los pocos rincones de Europa que todavía cuentan con ríos limpios (por lo que no entiendo la pasión de la Xunta de Rueda por machacar ese tesoro con una absurda celulosa en el corazón de Galicia). Muchos sentimos incluso que no hay nada que evoque más la mano divina que la naturaleza en estado puro y la música excelsa (Bach, Victoria, Mozart).
Pero lo que está pasando en Europa no va realmente de proteger la naturaleza. Va de inventar un dogma que llene el vacío programático de la izquierda, que necesitaba nuevos argumentos tras mostrarse ineficaz con la economía. Al fracasar en lo que atañe a mejorar los ingresos de las personas, el socialismo se rebautizó como «progresismo» y se presentó bajo nuevas banderas: el feminismo y el homosexualismo en clave victimista, el rencor social traducido en fiscalidad confiscatoria, la condena del esfuerzo como retrógrado… Y una seudo religión climática, que está machacando ya a los chicos, porque la propaganda proyectada desde el poder es una máquina de ingeniería social poderosísima.
Las consecuencias prácticas ya están aquí. Europa se ha pegado un tiro en el pie en lo que hace a la economía con sus hiperventiladas restricciones y trabas en nombre del clima. Le hemos hecho el caldo gordo a China, que primero se apropió de nuestros secretos industriales y ahora nos dobla la mano vendiendo a precio de ganga lo que nosotros inventamos, gracias al dumping que suponen las ayudas de su Gobierno y sus ínfimas condiciones laborales.
Hemos hecho el pánfilo con la obsesión climática. Aunque parece que algunos empiezan a apearse de la burra (como Draghi con su informe de esta semana). Europa quiere vivir bien con una demografía de pánico (países de viejos), una productividad flojísima (queremos currar menos y cobrar lo mismo) y el manantial de la innovación casi seco. La perfecta carretera a la ruina.
Pero que nadie se preocupe. Seremos los más verdes de los verdes y los asiáticos vendrán a pasear, hacerse selfis y trasegar buen vino por nuestro crepuscular parque temático de la inventiva cero y la desesperanza maltusiana.