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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La última de todas las soledades

Cada día se suicidan once personas en España, una epidemia silenciosa y que va a más

Actualizada 12:44

Me dan la triste noticia de la muerte de una persona que conocí a comienzos de siglo, un hombre más o menos de mi quinta, al que no había vuelto a ver. Trabajamos un tiempo en la misma compañía, pero poco nos cruzamos, más allá de algún saludo, unas palabras volanderas...

Sin embargo, lo recuerdo bien. Siempre con una sonrisa ancha y acogedora, un tono educado y afable y un porte atildado, un poco a lo jefe de planta de un centro comercial que siempre está en su lugar. Lo imaginaba como un hombre convencional, de razonable vida burguesa, sin mayores problemas. Pero ahora me cuentan que había perdido las ganas de vivir, que naufragaba en sus tinieblas interiores y que se ha suicidado. Y aunque en realidad apenas lo conocía, te cruza por dentro un calambre frío, como el que sentí aquel día, cuando me contaron que la hermana de un buen amigo mío de la infancia se había matado con idéntico método en el esplendor de su mejor juventud, sin razón aparente.

En España los suicidios están yendo a más, con 4.200 al año. Suben especialmente entre los chavales. ¿Las causas? Se apunta a las prisas, las ansiedades crecientes, las redes sociales. Mi teoría de sociólogo de taberna es que se trata de una secuela más de una gran epidemia de soledad y materialismo hueco, pues cuanto más nos abismamos en las máquinas y en la negación de lo trascendente, más nos estamos alejando de nuestros pares de carne y hueso y de Dios.

La noticia de un suicidio deja siempre un lamento por el dolor incurable de los que querían al que ha elegido marcharse antes de tiempo; y también flota una pregunta, evidente e irresoluble: ¿Por qué?

El ensayista y escritor francés Albert Camus, intelectual honrado en días de terribles turbulencias totalitarias, dijo en sonada frase que «solo existe un problema filosóficamente serio, y es el suicidio». De hecho, dedicó un libro al tema, El mito de Sísifo, donde pese a presentar la vida como un absurdo y negar todo valor a la esperanza religiosa, que tacha de autoengaño, acaba abogando por vivir y condena el suicidio.

Camus era el héroe dorado de la inteligencia comunistoide gala, con sus credenciales en la resistencia antinazi y su glamur de salón años 50. Hasta que a partir de 1951 tiene la honestidad de condenar también las barbaridades del comunismo. El viscoso Sartre lo pone entonces a parir. La izquierda lo tacha de inmediato de su lista de los buenos (un poco como hace la nuestra aquí ante cualquier atisbo de librepensamiento). Pero su prestigio prevalece y en 1957 lo premian con el Nobel. Tres años después muere en un choque contra un árbol en una recta, cuando viaja como copiloto en un cochazo que conducía el editor Gallimard. Fue como si el destino le ratificase con un sarcasmo cruel sus teorías sobre el absurdo de la vida. Tenía solo 46 años.

Sísifo, el del mito, es un pillo inteligente que se ha burlado de los dioses. Pero llega el castigo. Lo dejan ciego y lo condenan a perpetuidad a subir una gran roca a la cima de una montaña, de donde la piedra se cae nada más coronarla para volver a empezar de nuevo desde la falda. Y así por siempre. Pese a tan hórrida condena, la interpretación de Camus abre una rendija de luz para Sísifo. Si no espera más de lo que tiene, si en cierto modo acepta su situación, Sísifo será libre.

Vivir merece la pena a pesar de todo, y de ahí extrae Camus su condena del suicidio. Lo que se requiere para seguir adelante es aprovechar la vida al máximo, de una manera activa, y abrazar su absurdo, asumirlo, pues el reconocimiento del sinsentido nos abre las cancelas de la libertad.

Leer a Camus es bonito, porque razona y escribe con claridad y elocuencia e intenta ser honesto consigo mismo. Pero a mí su tesis me resulta muy de laboratorio, de pobre y rebuscado consuelo ante esos reveses con que tarde o temprano te abofetea la vida. Muchos que no somos tan sofisticados como Camus -o que quizá somos más sofisticados- seguimos creyendo que la única agarradera real a la vida es Dios, que cura el absurdo de la existencia con su promesa de salvación. Y por supuesto también ayuda el transitar con el amor de los tuyos.

El catolicismo condenaba antaño a todos los suicidas como autores de un grave pecado. Hoy el Catecismo de la Iglesia matiza que «trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura pueden disminuir la responsabilidad del suicida». Concluye que «no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte».

Hubo un tiempo en que se prohibía enterrar a los suicidas en la tierra sagrada de los camposantos. Siempre me pareció una medida áspera, inclemente, porque nadie lo ha pasado peor que ellos, pues para llegar a tal extremo necesariamente has de experimentar un sufrimiento insoportable. Por eso siempre he imaginado que Dios tiene muy cerca a los que se han encontrado ahí, en la última de todas las soledades, y que los confortará con su clemencia inabarcable y les dará por fin ese sosiego que no lograron encontrar en el barullo complejo del vivir.

Descanse en paz de todas sus angustias aquel hombre que un día conocí, caballero de sonrisa impecable, corbata en su punto y amable conversación. Pero que albergaba un tormento interior, el mismo que un día puede zarandearnos a cualquiera de nosotros, porque todos somos frágiles y falibles, de una manera inversamente proporcional a nuestras tontuelas soberbias.

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