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L. ángel vallejo

Cuando una madre se confiesa de haber abortado

En mis ya largos años, casi cuarenta, de ministerio sacerdotal, me han tocado, tanto en la confesión como fuera de ella, muchos casos de abortos provocados. Por desgracia, es un tema demasiado frecuente

Actualizada 04:30

Una de las lacras por la que será condenada esta generación es, sin duda, el abominable crimen del aborto. Sacar a un niño del vientre sagrado de su madre es inhumano, abominable, despreciable desde cualquier punto de vista, busquemos las justificaciones que queramos, nunca lo son. El aborto priva a toda la humanidad de los dones que Dios nos da en cada ser humano que viene a este mundo.

Yo tuve un primer hermano, el primogénito de mis padres, que nació muerto y lo considero mi ángel protector especial, un ángel hermano —no sé si es más o menos que el custodio, pero ciertamente es un ángel de la misma sangre, que algo contará—. Otros hermanos míos fueron concebidos, pero el embarazo no tuvo un feliz término por causas totalmente naturales, nada habría dado mayor alegría a mis padres que tener una familia más alargada en esta tierra, no pudo ser, Dios sabrá las razones.

En mis ya largos años, casi cuarenta, de ministerio sacerdotal, me han tocado, tanto en la confesión como fuera de ella, muchos casos de abortos provocados. Por desgracia, es un tema demasiado frecuente. Los números oficiales son escalofriantes, y demuestran que nuestra sociedad se ha vuelto loca. La vida, toda vida, es algo sagrado; la concepción de una nueva vida en el seno materno convierte a una mujer en madre, un milagro que no llegamos a comprender en su totalidad, el milagro de la vida, terrena y eterna, llamada a la eternidad. Mujeres hay muchas; madre solo tenemos una, a la que debemos todo.

Las madres —porque de madres hablamos— son las más perjudicadas con el terrible asesinato del aborto. Son las que más sufren y arrastran el dolor durante toda su vida. Eliminar a un hijo es el mayor triunfo del mal; Dios nos crea con una finalidad y nos llena de sus dones. No hacen falta muchas palabras cuando una madre confiesa un aborto; todas saben perfectamente la gravedad del hecho y lo sufren como la peor decisión de sus vidas. Luchar contra todo tipo de aborto es defender la grandeza y dignidad de una mujer que se convierte en madre. Muchas son las razones que se utilizan para justificar una muerte inocente, todas sabemos que son falsas y que solo intentan tapar nuestros mezquinos egoísmos.

Tampoco los padres quedan en buen lugar. Hablamos de sus hijos, una espina que siempre llevarán clavada. La sexualidad humana es la forma más noble de colaborar con Dios creador y no podemos degradarla a un trivial acto de placer pasajero. Cuando se plantea una relación no la podemos reducir a tener un cuerpo en la misma cama; es una familia, es la grandeza del acto creador de Dios, es amar hasta que la muerte nos separe, es aceptar el don de la vida que no puede ser programado y que siempre nos sorprende y supera.

Hoy llegamos a la aberración de pretender que el aborto sea un derecho, el derecho a matar inocentes, a matar a los más débiles y necesitados, de destrozar a sus madres, a amargar la vida de sus padres. Dios sigue enviándonos su inagotable bondad en cada vida concebida, pero a veces somos tan mezquinos que la rechazamos y eliminamos lo más grande y sagrado.

Ayudemos, defendamos a los nuestros, no permitamos que nadie se vea obligado a tomar una decisión dramática por falta de medios. Las ideas claras deben dar como fruto hechos concretos en defensa de tantos y tantos santos inocentes.

L. Ángel Vallejo es sacerdote católico

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