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19 de septiembre de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Siempre hay una persona

Los gigantes de nuestra infancia se van desmoronando, como luego nos pasará a nosotros, y lo que les demos puede ser el preludio de lo que recibiremos

Actualizada 09:17

Los padres son los gigantes de la infancia de los niños, que los contemplan como los titanes que los quieren, los protegen, les enseñan y les dan el sustento. Y así es realmente en la inmensa mayoría de los casos.

Pero luego crecemos y ocurre lo que advertían aquellos versos del gran poeta —y lúcido y contumaz borracho— Charles Bukowski: «Los días huyen como los caballos salvajes sobre las colinas». Se cumple el más sobado de los tópicos: los años vuelan. Y llega un día en que los héroes de tus primeros días empiezan a sufrir los estragos demoledores de la edad.

Falla un órgano, o se produce esa «caída tonta», o irrumpe el atropello de una enfermedad traicionera, imprevista… La devastación de la vejez comienza a manifestarse en toda su crudeza, que se apellida crueldad. Pero también en toda su dulzura, como en una regresión imprevista a la pureza de la infancia.

Tu madre o tu padre, a los que debes la vida —y el haberte sacado adelante y el haberte inculcado un código moral—, aquellos a los que de niño veías como tus héroes invencibles, de repente aparecen ante tu mirada como lo que ahora son: ancianos frágiles, desvalidos, atenazados a veces por el miedo. Temor a la enfermedad, a la desmemoria, a unos tiempos que ellos ya no entienden, a la soledad, y en última instancia, al telón final (donde realmente, se diga lo que se diga, solo la fe en Dios puede ofrecer una esperanza en un después que evite que la vida sea solo una carrera hacia el absurdo, que nuestras existencias se queden en un inaprensible polvo en el viento).

Un aspecto especialmente doloroso se da cuando la enfermedad se llama desmemoria. Todas las familias hemos pasado por ahí con algún padre o abuelo, o lo estamos viendo en este momento en alguien de nuestro entorno familiar o amical. Poco a poco, tu padre o tu madre empiezan a repetirse demasiado. O se olvidan de algunas cosas domésticas básicas. O comienzan a tener algunos comportamientos raros («él nunca había sido así»). Hasta que un médico lo diagnostica con la palabra temida: Alzheimer.

Este verano, mientras tantos disfrutábamos del esparcimiento de agosto, he conocido de primera mano la entrega enternecedora con que tres hermanos, dos mujeres y un hombre, han cuidado día y noche en el hospital a su madre, nonagenaria y desmemoriada. El esfuerzo para darle simplemente unas cucharadas de papilla requería una paciencia infinita. La pena al observar su desgaste, pasada ya la frontera de toda esperanza de un ir a mejor, calaba hondo en ellos. Pero algunas veces, la mujer, escondida tras el velo de su mundo privado, regresaba unos segundos y les regalaba una sonrisa, o sus nombres, o les pedía un beso, o les tendía su mano arrugada con una vía brazo arriba, buscando una caricia sin saber siquiera que lo estaba haciendo… Y entonces realmente la habitación se llenaba de luz, y ellos me lo contaban con una emoción contagiosa, agotados, pero colmados por tan fugaces instantes.

Siempre hay una persona ahí. No somos máquinas que se desenchufan y se tiran al punto limpio cuando ya no funcionan. Por eso la dignidad consustancial a todo ser humano ha de preservarse y cuidarse hasta el final.

He expresado todo esto malamente, como he sabido, porque soy un gacetillero del común y no tengo alma ni talento de poeta. Pero si alguien quiere leer este argumento en toda su hermosura puede hacerse con La presencia pura, un librito maravilloso que escribió el poeta católico francés Christian Bobin, muerto en noviembre de hace dos años (allá en su Francia silvestre y eterna, donde eligió la protección de las soledades umbrías, buscando a Dios en las copas de los árboles majestuosos que divisaba desde su mesa de trabajo). La obra que dedicó al Alzheimer de su padre incluye pasajes como el que sigue: «Algunas flores, cosechadas por la lluvia nocturna, caen sobre una mesa del jardín de la residencia. Mi padre las mira. Tiene en los ojos una luz que no es debida a la enfermedad y que haría falta ser un ángel para descifrarla».

Bobin deja además un recado para los cuidadores de los viejos, que debemos ser todos nosotros, cada uno en su parcela: «Nadie les enseñó que cuidar es también mirar de vez en cuando, hablar, reconocer mediante la mirada y la palabra la soberanía intacta de aquellos que lo han perdido todo».

Si llegamos a la vejez, todos veremos como se derrumban los muros de nuestro físico, y tal vez también los pilares de nuestros recuerdos. Y entonces, si nos quedase algo de memoria, podríamos evocar el último verso de la última canción que grabaron los Beatles: «Y al final, el amor que recibes es igual al amor que tú das».

(Para Lourdes, Josecho, Edurne, y sobre todo, para Josefina, que lo leerá un día en el cielo).

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