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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Prejubilados infelices

Un estudio sostiene que atrasar la jubilación acorta la vida, pero no se habla del precio anímico de dejarlo pronto

Actualizada 09:00

Estando ya bastante más cerca de la tumba que de la cuna, cada vez tiendes a fijarte más en las noticias y vivencias sobre la jubilación, cuánto se cobra, cómo se vive… Un sonado estudio de esta semana de Fedea, instituto económico que no sabía que se dedicaba también a la medicina, afirma que retrasar la jubilación acorta la esperanza de vida. No lo voy a poner en duda, pero…

En mi laboratorio sociológico particular, con familiares, amigos y conocidos, he ido observando la evolución de la jubilación anticipada de varios de ellos. Lo sorprendente –o quizá nada sorprendente– es que a la mayoría no los veo nada contentos con su decisión. Más bien al revés. Su estado de ánimo parece haber empeorado.

En una película menor de Woody Allen, gran cineasta y viscoso personaje (nunca he podido digerir que se liase con una hija de la que era padrastro), un hombre casado se encapricha de una vecina que vive al otro lado del patio, en un bloque de pisos de Inglaterra. Inician una relación y el tipo acaba dejando a su mujer y se instala con su guapísima amante. Pasado un tiempo, un día el individuo se asoma a un alféizar de su piso, mira al otro lado y a través de una ventana abierta ve a su exmujer. Le entra entonces una enorme nostalgia y deseo de ella, una súbita valoración de su atractivo, aquel que él desdeñó.

Esa viñeta de Woody Allen me recuerda la peripecia de muchos prejubilados que conozco. Cuando estás en activo, la jubilación parece Shangri-lá, el paraíso terrenal de la felicidad permanente. Por fin libre. Todo el tiempo del mundo para ti. Adiós a lo madrugones y a las prisas. Adiós a ese gili-jefe que a veces te toca las meninges. En las grandes ciudades, adiós a los atascos, a las palizas en el metro o en el bus para llegar al curro. Adiós al aburrimiento de hacer todos los días lo mismo, si el trabajo es rutinario y nada creativo. Adiós al estrés y la ansiedad de los puestos de alta exigencia.

Y llega el día soñado. Imaginemos a un prejubilado en una ciudad pequeña. Tiene 62 o 63 años (a veces incluso menos). Está en plena forma todavía. El primer día es maravilloso. Un largo paseo por la ciudad, disfrutándola con calma y sin prisa mientras los esclavos de la rueda laboral trabajan. El segundo día, otro paseo. A la tercera semana, otro paseo y una caña. A los seis meses, tres cañas. Al año ya estás hasta el bolo de pasear. Te aburres y te compras un perrito para que te haga compañía. O dejas los paseos y te pasas a la tertulia del bar. O te metes en un gimnasio, más que por el deporte, para sociabilizar un poco, porque una novedad de la jubilación es que has perdido la vida social, la cháchara diaria que disfrutabas en tu puesto de trabajo. O buscas «un hobby creativo», como si a tu edad te fueses a convertir de repente en un interesante pintor o músico, o en un fino literato. Las tardes de invierno son cortas y aburridas, de casa y televisión (o de más bar). Los festivos y las vacaciones ya no se esperan con aquella ilusión de que llega un oasis, porque en realidad ahora estás siempre de vacaciones. Los nietos suponen una ilusión y un recreo enorme, sin duda. Aunque a veces te preguntas si tus hijos no están abusando un pelín de ti al convertirte en niñera multiusos siempre disponible. Y llega un día en que te sinceras contigo mismo. Te miras en el espejo una mañana, te ves relativamente bien y te dices por fin la famosa frase: «Tal vez tenía que haber continuado trabajando un poco más».

Por su puesto hay muchísimas excepciones al funeral que he pintado. Además, la jubilación supone una bendición en oficios que requieren esfuerzos extenuantes e incluyen riesgo físico, como currar en las obras, ir al Gran Sol a recibir golpes de mar, bajar a una mina, conducir un enorme camión. Pero para los que tenemos un trabajo más o menos llevadero, de techo y aire acondicionado….

Soy admirador del Dr. Johnson, el estrafalario lexicógrafo y ensayista inglés, que aunque era más raro que una sombrilla en Islandia hacía gala de un sentido común apabullante. Allá en su siglo XVIII, Johnson ya apuntaba: «El empleo es el gran instrumento del dominio intelectual. La mente no puede retirarse a un vacío total. La amargura de los resentidos se encuentra casi siempre entre aquellos que no tienen nada que hacer, o que no hacen nada. Debemos estar ocupados. Aquel al que le presente no ofrece nada solo le queda mirar al pasado». En esta era digital, donde de manera engreída creemos que somos unos bichos diferentes a nuestros antepasados, no creo que las cosas hayan cambiado demasiado.

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