La democracia no solo peligra en Brasil, también en España
El Estado de derecho hay que defenderlo siempre, lo ataque una horda descontrolada o lo degrade, poco a poco, un Gobierno como el de Sánchez
Una asonada lamentable en Brasil ha activado todas las alarmas democráticas internacionales, y con razón: más allá de si los hechos son constitutivos de un golpe de Estado clásico o un ejercicio ramplón y agresivo de golpismo callejero; lo cierto es que es intolerable someter el Estado de derecho a tensiones de esta magnitud y no se puede restar importancia al intento de invadir el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo cariocas.
La tardanza de Bolsonaro en condenar los hechos, unido a su indisimulada indigestión de los resultados electorales que dieron la victoria a Lula da Sila, aumentan su gravedad y obligan a recordarle a todos los dirigentes del mundo que su primera obligación es aceptar las derrotas y saludar, con decencia institucionales, al vencedor.
Y si se tienen sospechas de alteraciones e irregularidades en el proceso de votación y recuento, denunciarlas en las instancias oportunas, con indicios sólidos y el compromiso, inaplazable, de enterrar la controversia si se demuestra la legalidad de todo el procedimiento.
Lula no tiene que gustar para entender que, si los brasileños le han elegido libremente, ha de ser tratado como el presidente de todos ellos. Y el color, las políticas o los discursos de su Gobierno no han de ser compartidos para respetarlos e incluso defenderlos de cualquier desafío que rebase los límites de la ley.
Pero esto hay que decirlo siempre, en cualquier contexto. Y no es lo habitual en quienes hoy intentan presentar el caso de Brasil como una supuesta demostración de la existencia de una especie de «Internacional ultraderechista» que amenaza a la democracia, solo representada por ellos.
Sin establecer comparaciones osadas, en España llevamos años soportando cómo las llamadas fuerzas «progresistas» deslegitiman los resultados electorales cuando no les sonríen y buscan atajos para revertir su designio.
Lo vimos con Rajoy, tildado de «presidente ilegítimo» por un movimiento, auspiciado por Podemos y nunca desautorizado por el PSOE, que bajo el lema «Rodea el Congreso» defendió abiertamente deponer al Gobierno y al sistema institucional que lo soportaba, incluyendo la Jefatura del Estado.
Y lo vimos también cuando, en Andalucía, el popular Juan Manuel Moreno logró su primera investidura y fue recibido con una lamentable «alerta antifascista» y una movilización de detractores a las puertas del Parlamento regional, que de algún modo sigue con la bochornosa insistencia en levantar un absurdo «cordón sanitario» contra Vox, mientras se consolidan alianzas nefandas con Bildu o ERC.
La propia moción de censura de Sánchez, tan legal como ilegítima tras sendas derrotas electorales en medio año, responde a esa misma visión inquietante de que la democracia, para serlo de verdad, ha de dar la razón y el poder a una parte.
En el caso de España, todavía es más sonrojante que el caso más parecido al de Brasil, sucedido en 2017 y protagonizado por la Generalidad y el Parlamento catalanes, haya tenido como única respuesta la complicidad del Gobierno, resumida en el indulto a los delincuentes y la derogación de sus delitos.
La democracia necesita cuidados de todos o se marchita. Y los ataques pueden ser a las bravas, como el ocurrido en Brasil, o sin prisas y con más sutileza, como sucede en España, víctima de una degradación constitucional nunca vista y amenazada por la desaparición de la separación de poderes, inducida por el propio Gobierno.
No es de auténticos demócratas, en fin, preocuparse mucho por lo que sucede en un país remoto y, a la vez, animar o tolerar que en España se vapuleen las reglas del juego, se legalicen los abusos con malas artes y se ponga en solfa la Constitución. O se denuncia siempre, o se es cómplice ocasional de los excesos. No hay otra postura digna.