La encrucijada
De nada sirve las discusiones de salón y enfurruñarse con los amigos por la suerte de la Monarquía. Si no se remedia pronto y los monárquicos de toda ideología y condición se organizan, la Monarquía estará abocada a su irremediable desaparición
Hace pocos días se cumplían treinta años de la caída de la Unión Soviética. Yo tenía cinco años cuando el supuesto paraíso socialista, que tantos sacrificios causó, se vino abajo. Se trata de una efeméride que podría dejar pasar sin mayor reflexión, como podría ser el nombramiento de Pedro Sánchez como presidente más «sexy» del universo conocido, pero dada su trascendencia para la historia reciente me he parado a pensar en ella.
He leído mucho estos días sobre las causas del desmoronamiento de la URSS, pero lo que más me ha llamado la atención no han sido los factores que produjeron la debacle, sino más bien la sorpresa generalizada que supuso el final de siete décadas de poder omnímodo. Una noche se acostaron cenando sopa de remolacha y arenques y a la mañana siguiente ya se podían pedir un Big Mac en su establecimiento más cercano.
La Monarquía parlamentaria se encuentra en la que quizás sea su peor encrucijada desde que en el año 1978 se votara la Constitución española. La institución que antes se consideraba intocable a los ojos de los españoles se ha convertido casi sin que nos demos cuenta en el «juguete» mediático predilecto de ciertos grupos políticos, sociales y medios de comunicación. La pregunta que cabe hacerse es si la situación actual que atraviesa la Monarquía se debe al desgaste propio de cualquier institución en democracia o más bien responde a un plan de erosión perfectamente orquestado cuyo fin último es acabar con dicha institución y, por tanto, con el régimen imperante.
Mientras que los sectores republicanos organizan metódicamente sus mensajes y tienen voces muy claras que los difunden en el Congreso de los Diputados, la sociedad civil y los políticos que se declaran monárquicos siguen balbuceando quejas airadas ante las cámaras de televisión, en las cenas de amigos o en las redes sociales. Están muy indignados, cierto, pero no saben, no pueden o no se atreven a canalizar esa indignación. Su defensa no está funcionando.
Algunos monárquicos, quizás para esconder cierta tibieza, pueden sentir la tentación de pensar que lo peor que se puede hacer es entrar en el debate ya que eso es exactamente lo que piden los republicanos. Y aunque hace veinte años ese sería un argumento válido, en la actualidad esa tentación debe quedar diluida con el simple hecho de leer la prensa diaria o ver cualquier programa de televisión. Y queda totalmente defenestrada cuando comprobamos que una parte del Gobierno de España, en forma de algunos de sus ministros, habla abiertamente de derribar la Corona.
Para proteger a la Monarquía es necesario organizarse, actualizar sus mensajes y defenderla activamente. No se puede pretender legitimar la institución diciendo que «los españoles votaron mayoritariamente por la Monarquía hace cuarenta años» porque, aunque es cierto que fue así, hay que comprender que muy pocos españoles menores de cuarenta años entienden esta justificación.
Los jóvenes quieren saber qué es la Monarquía, cuáles son sus funciones, qué es y para qué sirve la jefatura del Estado, lo esencial de su neutralidad, las razones históricas que justifican la institución, lo importante que es para la Marca España, el prestigio diplomático que implica, etc. Un hecho en sí mismo no puede justificar el apoyo a la Monarquía; son las razones que acompañaron a ese hecho (perfectamente válidas en la actualidad) las que lo justificaron.
Por eso, la labor esencial de todo aquel que quiera defender y preservar la institución debe ser la de trasladar las razones de 1978 a 2022. De nada sirve las discusiones de salón y enfurruñarse con los amigos por la suerte de la Monarquía. Si no se remedia pronto y los monárquicos de toda ideología y condición se organizan, la Monarquía estará abocada a su irremediable desaparición.
Todos los monárquicos deben ser conscientes de que es precisamente debido al papel neutral inherente a la jefatura del Estado por lo que el Rey permanece callado frente a los iracundos ataques que diariamente reciben él, la institución que representa y, lo más mezquino, su familia. Cualquier persona normal se defendería con furia si esto sucediera, pero nuestro Rey no lo hace. Y no lo hace porque conoce perfectamente su función constitucional.
No obstante, cabría preguntarse si, en su soledad, el Rey Felipe VI no echa en falta el valor de todos aquellos que en privado pregonan su amor por la Corona, pero en público permanecen callados.
Si todavía siguen preguntándose cuándo es el momento de intervenir, los hechos claman que esa hora que esperaban ha llegado. Los ataques seguirán hasta que caiga el último muro de defensa que queda tanto en el sector político como en la sociedad civil. La clave para la supervivencia de la Monarquía es que esos muros de defensa, ahora resquebrajados, lleguen al momento crucial (que llegará más pronto que tarde) con una solidez a prueba de toda duda.
Por tanto, o los monárquicos de toda condición organizan la defensa sistemática, pacífica y argumentada de la institución desde este momento o, como sucedió con la Unión Soviética, veremos caer un régimen que consideramos seguro y de la noche a la mañana seremos nosotros los que volvamos a los arenques y la sopa de remolacha. Mañana podría ser tarde.
- Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez es periodista