Aplaudir
Se trata de un acto público, comunitario. Un acto en el que se comparece formando parte de un público o de una multitud que, por exigua que sea, se reconoce como algo más, como comunidad, al menos en relación a lo que aprueba, agradece u honra
Si fuéramos capaces de mirar la realidad como si fuera la primera vez, muchas de nuestras costumbres nos parecerían sorprendentes. El aplauso es una de esas conductas que si se miran desacostumbradamente resultan intrigantes. Todavía más porque la visión de unos hombres y mujeres puestos en pie y aplaudiendo sentida o entusiastamente puede tener una intensa fuerza expresiva.
Los aplausos que expresan una emoción colectiva cobran una relevancia social particular. En muchos lugares de nuestro país y hasta finales de los años setenta, en los cines se acostumbraba a romper en vítores y aplausos cuando, por ejemplo, los buenos conseguían auxiliar a unos inocentes en situación desesperada. Aquellos aplausos bastaban para justificar el incomparable valor cívico que el visionado público de películas tenía sobre sus variantes domésticas y privadas.
Para empezar, hay que decir que el aplauso, salvo que se haga frenético, deja expresar un cierto señorío por parte del que aplaude. De hecho, la necesidad de contar con las dos manos sin más ocupación que palmear una contra la otra, convierte al bipedismo en la prehistoria natural del aplauso. No tener nada entre manos es tanto como tener manos y no estar a cuatro patas. Por eso aplaudir delata una atención y voluntad disponibles para dirigirlas a lo que se aprueba o celebra con el aplauso.
La expresión manos libres es casi un pleonasmo porque las manos son la anatomía de la libertad. Así que lo que hacemos con las manos libres es un repertorio de encarnaciones del espíritu: acariciar, saludar, despedir, aplaudir, abofetear. Dos manos desnudas que aplauden son pura gesticulación. Por tanto, quienes aplauden suspenden cualquier otro menester y ponen las manos al servicio de un gesto del que forma parte principal el ruido que se produce.
Además, si en el curso de un evento los guardaespaldas, los camareros o los secretarios se sumaran a un aplauso, todos entenderíamos que habrían dejado de atenerse a su oficio y se habrían sumado a la manifestación de un acuerdo público. Y es que esta es otra característica esencial del aplauso: se trata de un acto público, comunitario. Un acto en el que se comparece formando parte de un público o de una multitud que, por exigua que sea, se reconoce como algo más, como comunidad, al menos en relación a lo que aprueba, agradece u honra. Cualquiera que aplauda en solitario estará dando por supuesta esa multitud porque aplaudir hace público un reconocimiento para el que se reivindica que merece ser público.
No tiene sentido un aplauso privado y solitario, salvo como denuncia de su omisión por una multitud silente. Por eso, el aplauso tiene siempre una cierta naturaleza política, incluso aunque no quiera tenerla, pues declara que algo merece el reconocimiento general como bueno y admirable. Pero al mismo tiempo implica contención: quien aplaude a su favorito está moderando la expresión de su preferencia, hasta el punto de que se puede aplaudir al adversario en reconocimiento de su valor o de su calidad. Es, pues, una forma de urbanidad que apenas tendría sentido fuera de la ciudad o entre quienes no fueran ciudadanos, unos ante otros.
Además, ese sencillo gesto hecho con las manos no tiene por objeto componer una postura o un movimiento, sino producir un sonido que hace audible la aprobación o el reconocimiento. Es una aprobación que se hace notoria y que supone a una multitud para la que esa misma opinión debería resultar plausible. De hecho, el término plausible está emparentado etimológicamente con el verbo applaudere que significa hacer ruido con las palmas de las manos, y se opone a explosión (de explaudo) que originalmente significó abucheo, pitada o pateo, es decir, la desaprobación hecha con las piernas, el vocerío o silbido del que quiere expulsar a alguien.
Esa naturaleza pública de la aprobación implica que el aplauso se dirige principalmente hacia lo bueno y sobresaliente en cualquiera de sus acepciones, ya sea un atleta, un actor, un músico o un orador, pero también un hombre bueno sin más. Más todavía, porque según Aristóteles el aplauso no solo es lo que merece el hombre bueno, sino que es la forma adecuada de prevalecer lo bueno: por su enaltecimiento público.
Así que las sociedades podrían ser evaluadas por sus aplausos porque contienen una elemental pero decisiva pedagogía de lo bueno y de lo admirable. La depravación social es punto menos que irreconducible cuando el aplauso general se dirige a lo indigno o torcido. En su seno los hombres crecerán con unas afectividades imantadas a lo peor y detestable. Esa es, por ejemplo, la sandez de naturaleza ética y política que entraña permitir homenajes públicos a terroristas o asesinos.
Pero, precisamente porque el aplauso es un gesto de suyo multitudinario, transforma el silencio del que no aplaude en sordamente sonoro, además de libérrimamente personal. Negarse a aplaudir es un modo silente de negar la plausibilidad del juicio que todo aplauso reivindica, y de oponer a esa unanimidad sonora una salvedad. Somos tanto lo que aplaudimos como lo que nos negamos a aplaudir. Tanto más cuanto más ruidoso y multitudinario sea el estruendo.
Hay épocas en las que merece reverencia el público que ovaciona, y en otras la merece la minoría silente que no mueve las manos, pero se mantiene en pie. Seguramente son mejores tiempos los primeros, pero en los cines de mi infancia el aplauso cerrado se lo habrían llevado los segundos.
- Higinio Marín Pedreño es profesor titular del Departamento de Humanidades de la Unversidad CEU Cardenal Herrera