El Estado mágico
El Estado es hoy entre nosotros el lugar donde los sueños se hacen realidad a condición de que se renuncie a cualquier crítica respecto de las nuevas posibilidades que los redesarrollos tecnocientíficos abren, que los mercados comercializan y que la política eleva a derechos
Estamos más que acostumbrados a que los nuevos desarrollos tecnocientíficos nos procuren capacidades potenciadas que multiplican muchos de nuestros recursos cognitivos. Con toda naturalidad podemos ver y oír realidades inaccesibles físicamente u operamos y acumulamos magnitudes imposibles de información en memorias suplementarias y electrónicas.
No me refiero a sujetos como el que se implantó unas membranas a ambos lados del cráneo conectadas por un chip al cerebro y que, al parecer, podía experimentar vibraciones imperceptibles de otro modo. Más simplemente que todo eso, las pantallas de nuestros teléfonos y ordenadores son ya metaversos de nuestra actividad consciente en las que nos encapsulamos durante buena parte de nuestros días.
Nos hemos habituado a que nuestros signos sobre las pantallas produzcan lo que significan y al consiguiente poder de nuestros gestos sobre los teclados y terminales. Buena parte de nuestras vidas discurren de la forma que causan los signos que hacemos sobre un mapa convertido en territorio, es decir, entre pantallas que son los nuevos lugares donde actuamos, nos comunicamos y decidimos.
Así pues, nuestras vidas tienen la textura mestiza del ciborg que Clynes y Kline imaginaron en 1960. En realidad, la tecnología más primitiva ya tenía una naturaleza protésica por la que, por ejemplo, pudimos hacer con instrumentos lo que los animales hacían con la boca. A cambio de nuestra insuficiente dentición, suplida artificialmente por herramientas, contamos con una inmensa capacidad fonativa y fue posible el habla, el canto o la sonrisa, por ejemplo.
Lo nuevo de nuestros días es que se está desvaneciendo la trazabilidad entre necesidades y deseos comunes que guardaban esas suplementaciones protésicas de nuestras capacidades que son los artefactos. Entre nosotros se trata, más bien, de tecnologías ideadas para satisfacer simples deseos que diferencian a los individuos por sus ensoñaciones, es decir, como a los superhéroes: por sus capacidades potenciadas o multiplicadas 'fuera de lo común'.
De manera que, por ejemplo, mediante aquellas membranas implantadas en el cráneo, el sujeto en cuestión se vuelve un remedo poco logrado de los ángeles, al menos en aquello de transformarse en individuos que agotan su especie. Me parece claro que en lo anterior hay latente un deseo de diferenciación que delata la alienante masificación de la existencia. Pero, paradójicamente, el camino que abren esas suplementaciones tecnoprotésicas es el de una soledad individuada por capacidades descomunales por 'fuera de lo común'.
Más al fondo todavía, esas singularizaciones protésicas que forman parte de lo que llamamos transhumanismo, implican una crisis del sentido común en todos sus sentidos, es decir, de lo que tenemos en común como medida de lo juicioso y de lo necesario, pero también de lo que podemos percibir y sentir juntos. Todo lo cual se pone de manifiesto en el hecho de que esas 'supercapacidades' logradas mediante artificios hacen reales deseos que no surgen de necesidades humanas comunes, sino de fantasías.
Se trata de una entronización del deseo como forma de la conciencia que utiliza las nuevas tecnologías para convertir nuestros cuerpos en quimeras que son una excepción a la dotación biológica común. La tecnología se convierte así en un genio realizador de deseos que producen lo que desean suplantando los rasgos comunes de nuestra especie. Y ahí es donde aparece el Estado y la política como los transformadores de los deseos en derechos, es decir, no meras ocurrencias subjetivas sino obligaciones legal y fiscalmente establecidas para todos los demás.
Por eso, si alguien dice ser mujer habiendo nacido varón, los demás hemos de hacer como si lo fuera porque es nuestro consentimiento lo que convierte su deseo en efectivo. Y si las parejas homosexuales desean tener hijos, el Estado se los facilitará porque lo contrario sería una tiranía sofocadora del deseo. Desde esa perspectiva se entiende que los estudiantes, si lo desean, puedan pasar de curso sin estudiar y aprobar, pues de lo contrario la educación sería el colapso del mundo feliz.
Por eso mismo la discrepancia se reviste de voluntad represiva y de enemistad a la felicidad general que el Estado hace posible tan dadivosamente. El Estado es hoy entre nosotros el lugar donde los sueños se hacen realidad a condición de que se renuncie a cualquier crítica respecto de las nuevas posibilidades que los redesarrollos tecnocientíficos abren, que los mercados comercializan y que la política eleva a derechos. Política, tecnociencia y mercado aunados estatalmente componen el nuevo poder que nos conduce al mundo feliz.
Así que el Estado se convierte en un artefacto institucional cumplidor de deseos y suplantador de la biología y de la realidad misma. De hecho, para recibir los dones estatales y ser felices basta con no desear nada que no puedan satisfacer la tecnología o los demás estatalmente aleccionados para reconocer derechos. De lo contrario, no solo nos condenamos inútilmente a una insatisfecha frustración, sino que saboteamos la paz social con el recuerdo tóxico de deseos que formaban parte de la antigua comunidad humana en su cuerpo: amores sin final, hijos de un linaje amado, vidas honrosas y perdurables más allá de la muerte.
La suma de sueños realizados y la suspensión del sentido común (y crítico) termina por convertir al Estado en un parque temático; mejor, en el metaverso de los deseos cumplidos. Nuestras sociedades son un exoesqueleto burocrático y asistencial que reducen individuos y colectividades a vísceras y que, en esa misma medida, operan sobre ellos una metamorfosis kafkiana: transforman ciudadanos en cucarachas. Como sentenció Wilde, solo hay algo peor que no lograr lo que deseamos, lograrlo.
- Higinio Marín es filósofo