Del rotulador de Trump a la 'varita' de Franco
Recluido bajo llave en su torre de marfil por prematuro arúspide del fascismo, Giménez Caballero devino en «Robinson literario». Bibliófago, misántropo y mercachifle, había fundado 'La Gaceta Literaria', rompeolas creativo de todas las Españas. Allí exploró el surrealismo
No exactamente de un plumazo. A diferencia de su ya lejano predecesor, el inquilino actual de la Casa Blanca no firma sus órdenes ejecutivas con una delicada estilográfica. Las ejecuta, nunca mejor dicho, con un rotulador de abultado trazo y tinta indeleble. Basta extensión de un basto bersagliere, el marcador apenas cuesta un dólar. Pero cumple: atestigua sobre el papel la picuda y agresiva rúbrica de su dueño. Trump no es, sin duda, Eisenhower, el César campesino (nació en una granja de Kansas) que venció en la mayor conflagración de la Historia y dejó la Presidencia advirtiendo sobre el complejo militar-industrial que amenazaba a la primera de las democracias. De la estilizada Parker 51, inspirada en el caza North America Mustang P-51 que figuraba en sus imágenes publicitarias, al grueso Sharpie tan habitual en los jardines de infancia.

«Defiéndeme con la espada, que yo te defenderé con la pluma». La súplica de un monje a un emperador ha marcado la historia de Occidente como recurrente retruécano. Pocos, sin embargo, han prestado atención al que un experto en Comunicación No Verbal (o un cursi sin reinserción posible) llamaría heteroadaptador dirigido a objeto. Apenas nadie ha reparado en la pluma como metáfora.
Sí lo hizo el escritor Ernesto Giménez Caballero (1899-1988), Gecé en su carnet de las vanguardias. Antes fue movilizado para el Rif del desastre de Annual. Con aquella paleta de sol, piojos y riscos compuso sus impresionistas Notas marruecas de un soldado. Luego, de regreso a Estrasburgo, se transfiguró en «euromoro», a tiempo justo de caer rendido ante los encantos de la atónita hermana de un diplomático italiano. «Que c'est que vous désirez, Monsieur?», preguntó ella. «Je vais vous épouser», respondió él. Amor y matrimonio a primera vista y a primera palabra. De otro modo, no podía ser tratándose de una mujer hermosa, hermana del cónsul del fascismo y en la capital carolingia. Era, además, natural de Prato, como aquel toscano maldito en el que Gecé quiso verse en el espejo... y nunca le devolvió la sonrisa.
Recluido bajo llave en su torre de marfil por prematuro arúspide del fascismo, Giménez Caballero devino en «Robinson literario». Bibliófago, misántropo y mercachifle, había fundado La Gaceta Literaria, rompeolas creativo de todas las Españas. Allí exploró el surrealismo. Aquella escala de celulosa le dio para implorar una nueva era de césares pariendo su Hércules jugando a los dados o practicar un dislocado psicoanálisis en su Yo, inspector de alcantarillas.
Si Mussolini pasaba por el «entrenador» que ponía en forma a Italia, Giménez Caballero quiso emularlo a su académica manera. Como ejercicio gimnástico abordó un chocante «circuito imperial». Tenía por objetivo pronunciar 16 conferencias en un máximo de lugares y un mínimo de tiempo. A su fin, y dado que ni con zancos alcanzaba en apostura a Malaparte, se lanzó al siguiente asalto: Cherchez le chef. El Mussolini patrio pudo ser Azaña, al que pronto descartó por «demasiado burgués, oficinista y feo». Y acabó recayendo en José Antonio, en quien Gecé vislumbró el cordero propiciatorio de los pecados de España. Pero de poco le sirvió portar el carnet número 5 de Falange. Sus extravagancias sin filtro habían hastiado hasta a los más próximos.
Con semejantes mimbres, el cesto apenas podía retener nada. A la Guerra Civil llegó ahíto de marginaciones y desfondado del anterior talento. Salvó la vida huyendo del Madrid frentepopulista y se presentó en Salamanca aún teñido de rubio, previo paso oxigenante por el Milán fascista. Y siguió a sus cosas, que eran el delirio. Incorporado al aparato de Propaganda del legionario general Millán Astray, se doctoró en el más sonrojante ditirambo. El antiguo inspector de alcantarillas se había convertido en «Cloaco Máximo», como sentenciaron en El mono azul. Obtuvo uniforme de alférez de complemento como complemento de sus alferecías y amedrentó sin consecuencias a antiguos colegas ahora caídos en desgracia. «¿Lo ve Vd., Jorge? Hay que pensar con los testículos», le espetó al poeta. Y Guillén resolvió con sutileza el desamparo: «Claro, claro. Lo he dicho mil veces. Eso es lo que ha hecho usted siempre».
Y, al fin, Franco. De la brillante metáfora a la quincalla sin lustre. Tras la Unificación, Gecé descubrió en el general a un David inspirado, «con una cabeza entre el guerrero y el artista». Le llegó a adivinar con un arpa entre las manos, pero acabó por retratarle con la pluma, «he aquí su bastón de mando, su vara mágica». Y es que para el adulador manirroto, «un rasgueo de esa estilográfica sobre un papel» resultaba «superior en energía y voluntad a la porra, al fusil, a la ametralladora y al cañón mejor disparados» porque lograba mover «todos los cañones, ametralladoras, fusiles y porras de la España Nacional». Ahí residía el fabuloso poder de su «falange» (que no de su «falo», como ha traducido un laureado escritor). Si entonces decidiría la Guerra Civil, habrá que ver qué huracanes desata el Sharpie arancelario del especulador global del pelo naranja.
- Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo