La divina pizzera
Caminar «con la cabeza alta, el pecho fuera y la vida por delante», según ha recordado ella, expresaba la antigua determinación de un mar venido a menos, el Mediterráneo, y unos héroes clásicos, masculinos, que ya no lo eran
Antístenes (445-365 a.C.) no disponía de Academia ni de Liceo. Impartía lecciones lejos de la Acrópolis. Su gimnasio lo frecuentaban atenienses que extraviaron el libro de familia y los inevitables metecos. Se cuenta que uno de aquellos bastardos, o tal vez un extranjero, le interpeló una vez sobre el mejor criterio para elegir esposa. Escueta fue la respuesta del maestro: «Si es hermosa, será tuya y también ajena; y si fea, solo tuya será la pena».
Don Rosario Pugliese no había leído al fundador del cinismo, pero lamentaba para el resto de sus días no haber atendido aquella enseñanza. Orondo y desazonado, salía cada mañana a la puerta de su bajo en el popular barrio de Materdei con un infiernillo de asar castañas. En él preparaba las pizzas previamente amasadas por su esposa Sofía, «una mujer compacta que andaba por los treinta, rubia y con el pelo lleno de rizos; los generosos pechos parecían levitarle sobre la delgada cintura, mientras las amplias caderas parecían estar atadas por ese mismo hilo». Aquel «prodigio de belleza», aquella mujer «que dejaba sin respiración a los hombres de media Nápoles» se le hacía a don Rosario demasiado hermosa para él.
Con estos mimbres, los del breve relato del periodista partenopeo Giuseppe Marotta, Vittorio De Sica ofreció su primer papel relevante a Sophia Loren. En El oro de Nápoles (1954) aquel ludópata y sablista que solo se tomaba al prójimo en serio cerraba el ciclo que había sublimado con El ladrón de bicicletas (1948). El Neorrealismo, según Dionisio Ridruejo, había surgido como un «arte de testimonio y denuncia tan voluntariamente parecido a los fondos cotidianos de la vida vulgar» que, más que reflejar un «mundo doloroso», exploraba «su sótano, su entraña secreta». Y todo ello, todos ellos (llámense Marotta, De Sica o Loren), enmendaban sin medida la plana a d'Ors, para quien el primer mandamiento del paisajista pasaba siempre por no formar parte de su paisaje.
Volvamos a la película. En el episodio aludido, «Pizzas a crédito» («Gente en la callejuela» se titula en el libro), los peores temores del pusilánime vendedor están a un tris de confirmarse. A su esposa le desaparece el anillo de esmeraldas un día primaveral, entre la lluvia y el sol, tan voluble como su fortuna. La sortija fue descuidada sobre la cómoda del amante, pero ella pretexta haberla perdido entre la masa. «Pizza de hoy en ocho» reza la divisa del modesto negocio familiar, pues el cliente puede consumir un bocado y abonarlo en los ocho días siguientes. Ella sirve el producto y él anota a lápiz la transacción en una libreta. Pago diferido para saciar el hambre atrasada de «hombres que comen por cuatro y miran por cincuenta» a la pizzera. Es así que Don Rosario toma de la mano a su dudosa compañera y, cuadernillo en ristre, recorre en pos de la joya hasta el último pasadizo. Avisado, el amante se adelanta y la devuelve. Don Rosario no sabrá nunca si su mujer miente o, efectivamente, olvidó registrar las cuatro pizzas que faltan. Aquel hombre no figura en el cuaderno, no integra la nómina salvífica de los deudores.
Una breve escena precede al estallido del enredo. De Sica la transformará luego en magistral arpegio insistiendo en el motivo en Ayer, hoy y mañana (1963), así como en Matrimonio a la italiana (1964). Se trata del paseo triunfal de la Loren de regreso de casa del amante. «En el cimiento de los pies hay tesoros de gracias inestimables», había asegurado Ovidio en su Ars Amandi. Veinte siglos después y a diferencia de aquellas francesas descritas por Chaves Nogales de lento y desganado pasear por las calles, la Loren encarnaba a una procela caminante. Se convertía en epítome de aquellas mujeres espontáneas que no se dejan besar «de una manera litúrgica» ni por sus maridos ni por sus amantes. Venciendo la timidez innata que le alejó siempre de las tablas, la intérprete se hermanó con antiguas efigies en piedra, se hizo viva escultura de su tiempo. Un barco de tan hermosa silueta no puede permanecer engrillado en la dársena sin riesgo de ver su belleza desfigurada.
Caminar «con la cabeza alta, el pecho fuera y la vida por delante», según ha recordado ella, expresaba la antigua determinación de un mar venido a menos, el Mediterráneo, y unos héroes clásicos, masculinos, que ya no lo eran. Búcaro desbordado y rozagante, aquella rotunda cariátide de arcilla prieta y curvas más tendidas que el horizonte había respondido a una llamada. La hizo Curzio Malaparte en pos de una Mujer como yo: «Querría que moviéndose, hablando, sonriendo, mostrase como una fuerza gentil, justa e incorruptible, de la naturaleza, un elemento de la gracia, de la fuerza y de la pureza que están en el aire, en la luz, en las plantas, en las piedras, en el paisaje».
No pequeño destino el suyo, «ordenar en sí misma todas las fuerzas y los avatares del hombre», erigirse en «el pretexto de sus sueños, de sus esperanzas y de sus empresas»... hercúlea misión la de dar causa «a una noble existencia». Y es que, en los tiempos impíos y sin perdón que siguen a una contienda es la mujer el único refugio que le queda al hombre. El primer instinto de la mujer no es la rebeldía, sino la piedad.
Padres, esposos, hermanos e hijos no supieron vencer. Pero ellas no aceptaron discursos de ultratumba. No atendieron arengas de los muertos. No escucharon homilías de los vencedores: no se resignaron a la abyección de avergonzarse de estar vivas. Hay formas de caminar que significan una patada a la congoja. Como le confió de Sica, desaparecido ahora hace medio siglo, no hay que llorar por nada que no pueda llorar por ti. También las mujeres, como Sophia Loren, fueron las derrotadas de la guerra. Solo que ellas supieron perderla.
- Álvaro de Diego es catedrático de la Universidad San Pablo CEU