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tribunaÁlvaro de Diego

El secreto de sus ojos

Como una sutil y hermosa zarabanda, el filme combina tres elementos: las elipsis, los falsos sobreentendidos y, sobre todo, las miradas. Las omisiones sirven para dar hilazón a la trama

Actualizada 12:06

Escribió Paul Valéry que «la literatura la crea el lector». La última película que vi en una sala de cine antes de que naciera mi hijo fue «El secreto de sus ojos». No la había vuelto a ver desde entonces, temeroso de que, en el reencuentro, me decepcionara. Como el marinero que retorna a casa y, años después de partir, espera encontrar cuanto dejó en su mismo sitio. No ha sido así. Ni una cosa ni otra. Ni me ha decepcionado. Ni, desde luego, para este lector, y afanoso albañil de la literatura, todo sigue estando en idéntico sitio. Quince años después del estreno, me he reencontrado con una bella historia, ahora contemplada, como diría un Premio Nobel, desde «la amarga danza de la soledad que se desvanece en el espacio». En un momento de sorda confesión y necesidad profunda. Consciente también quizá de que «en la furia del momento» se vislumbra una suave mano «en cada hoja que tiembla, en cada grano de arena».

La historia de la película de Campanella es, en apariencia, sencilla. Benjamín Expósito, interpretado por Ricardo Darín, trabaja como funcionario judicial en Buenos Aires. Al jubilarse decide escribir una novela sobre un brutal crimen (una violación y asesinato) ocurrido veinticinco años atrás. La investigación del mismo, narrada mediante flash-back, es casi el pretexto para recuperar una historia de amor frustrada, la del propio Expósito con su jefa en el juzgado, Irene Menéndez-Hastings, a quien encarna Soledad Villamil.

Como una sutil y hermosa zarabanda, el filme combina tres elementos: las elipsis, los falsos sobreentendidos y, sobre todo, las miradas. Las omisiones sirven para dar hilazón a la trama. La dictadura argentina se inserta en el relato para dar armazón a la historia íntima. Resulta significativo que Benjamín tema más encarar el amor de Irene que ser víctima de un atentado. El mal existe y lo encarna el personaje del criminal que se escabulle, pero no hay panfleto político. La mayoría de la trama transcurre en el trabajo, por lo que apenas se incide en las escenas de la vida cotidiana. Y de ahí los falsos equívocos, las afirmaciones que significan exactamente lo contrario de lo que parece. A Benjamín le estremece el persistente amor del joven viudo hacia la esposa desaparecida. «No está contaminado por lo cotidiano», afirma. Y, en realidad, el suyo por Irene, que se alimenta rotundamente de lo cotidiano, resulta tan puro o más que aquel. No es un amor ciego. Es un amor perspicaz. Como escribió Marías, «no inventa, descubre [continuamente] las perfecciones de la persona amada». Su sola limitación es el miedo, el de no corresponder en calidad a la persona amada. Sabedora de su valía, que efectivamente es mucha, ella le invita casi inadvertidamente a atreverse. Sólo así se entiende su confesión: «Mi vida entera fue mirar adelante. Atrás no es mi jurisdicción. Me declaro incompetente». Irene sólo cierra la puerta al pasado. Replica dulcemente al «los recuerdos son lo único que nos queda» de él.

¿Y qué decir finalmente de las miradas? Qué forma hay de mirar en esta película. Conmueve. Opaca y sucia la del violador. Limpia y temerosa la de Benjamín. Firme y compasiva la de Irene, expectante, incitadora de lo mejor, incapaz de mentir, como el balcón de un alma clara por el que ésta se arroja al mundo. No hay vendas sobre los ojos de Benjamín e Irene. No hay amor ciego. Lo cotidiano, lo que se quiere ver, edifica lo eterno.

Como dice el protagonista, lo que les pasa a los demás nos lleva a ver con otros ojos nuestra propia vida. La literatura (el cine, sí) la crea el lector. En esos momentos de debilidad en que mi casi medio siglo no se resigna a confesarse a medias, se siente el impulso de romper la cadena de los acontecimientos. Quizá porque, como afirmó el bardo, «el sol brilla sobre los pasos del tiempo para iluminar el camino». Y en esta película se descubre, como un fogonazo de esperanza, una mano delicada «en cada hoja que tiembla, en cada grano de arena».

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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