Viejos cadáveres junto a la orilla
Quizá no haya que pensar en las fauces de Escila y los remolinos provocados por Caribdis. De un prosaico y escueto golpe de mar, a veces junto al mismo puerto, proceden aquellos cadáveres junto a la orilla
El periodista Ignacio Agustí no se reconoció en el retrato que le había hecho Pedro Pruna.
–Ya te parecerás.
Le replicó el pintor, también catalán. Como un zahorí que hubiera transformado en pincel la vara de fresno. Negando aplacar la sed de hoy en favor de agua futura y más auténtica.
De otras aguas no dudaba Agustí. Del mar de Homero. «Realmente aquella cala y su azul metálico son anticipo de eternidad». Así describía Port Lligat, la minúscula localidad mediterránea cercana a Cadaqués. Como había orientado su almohada hacia la primera luz del alba, Salvador Dalí se vanagloriaba de tener allí un despertador único. Cada mañana le saludaba el sol más madrugador de la Península. Tras besar un piélago blando, pergamino añil y vivo, testigo de la primera gran civilización del mundo.
Estos días de verano he recordado La sirena y el delfín (1957), el filme de Jean Negulesco rodado en el Egeo. En él una joven Sophia Loren interpreta a una pescadora de esponjas que descubre una valiosa escultura bajo las aguas poco profundas de la isla de Hidra. Pero que me dispense el lector el atrevimiento: no es aquella rotunda cariátide, emergida al igual que Venus de la espuma, lo que ahora me interesa. Hoy me llama la atención más bien el Mediterráneo tal y como era. Y los pecios antiguos que, como un estuche indómito y pendenciero, secreta y avaramente alberga.
No es cuestión de rescatar el destino de héroes «errantes y prófugos» como Ulises. Ni de recrear el infortunio de aquellos que, como sus secuaces, reposan en las «lóbregas mansiones» de recónditas cavidades. Me fascinan mucho más los cercanos sepulcros que han pasado tanto tiempo inadvertidos. El de los barcos naufragados junto a la bocana de puertos desaparecidos o a escasos metros de la orilla. En nuestras costas hay varios ejemplos de navíos mal arropados por mortajas de arena húmeda, benditos sudarios de sal y algas.
Hace apenas cuatro años un buceador se topó con el casco de un barco romano del siglo IV d.C. Desenterrado por un temporal que removió el fondo marino, se encuentra a sólo dos metros de profundidad. Apenas dista 60 metros de una de las playas más concurridas de Palma de Mallorca. Trescientas ánforas y pistas sorprendentes de la convivencia tardorromana de paganismo y cristianismo bajo el surco cachazudo de los pedalos o el inquieto pataleo de los bañistas. Se trata, sin duda, del pecio romano más valioso en términos arqueológicos desde el hallazgo en 1999 del bautizado como Bou Ferrer frente a Villajoyosa. En este último, un navío de la época de Nerón con treinta metros de eslora, se han localizado al menos 3.000 ánforas.
Otras dos embarcaciones, en este caso fenicias, descansan en la antigua rada de Mazagón, a poco más de dos metros de profundidad y apenas 50 metros de tierra. Las ánforas que se les han rescatado proceden de las factorías de la costa de la actual Vélez-Málaga, en cuyas costas aún reposan los restos de un barco púnico del siglo VI a.C. El avance de la línea de costa y, más aún, el expolio reciente hacen temer resultados desalentadores en el pecio de Mezquitilla.
Solemos pensar en mausoleos de mármol desasosegado y esquivo, erizados de infinitos riscos. Tan blandos como criminales. Vemos el mar de nuestros clásicos, como un asaltante embozado y que no avisa. Pero quizá no haya que pensar en las fauces de Escila y los remolinos provocados por Caribdis. De un prosaico y escueto golpe de mar, a veces junto al mismo puerto, proceden aquellos cadáveres junto a la orilla.
No nos pareceremos a aquellos barcos hundidos. Ya nos parecemos.
- Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo