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TribunaÁlvaro de Diego

Tierras de penumbra (I)

Inasequibles a la matemática indescifrable del sufrimiento, los juegos suelen terminar cuando el amor se hace presente o, en realidad, comienza

Actualizada 01:30

«Vivimos en tierras de penumbra». Quien así se expresaba, el medievalista C.S. Lewis (1898-1963), sintió en algún momento que «el sol siempre brilla en otra parte... más allá de una curva, más allá de la cresta de una colina». Pero no adelantemos acontecimientos. El futuro profesor de Oxford vino al mundo en Belfast y vivió risueño y despreocupado hasta los ocho años. En aquella casa de Irlanda del Norte todo eran bendiciones. A «unos buenos padres, una buena comida y un jardín en el que jugar», que entonces le parecía mucho más grande, se sumaban otros dos regalos divinos: una niñera, solícita y tierna, y un hermano tres años mayor convertido en su mejor cómplice. Aquel al que llamaron «Jack» los más íntimos nunca hubiera deseado abandonar ese mundo tan rebosante de «amabilidad, alegría y sensatez». Lo nutrían a partes iguales un hogar, la imaginación y los libros. El hogar constituía «casi» el personaje más importante de su menuda existencia. Lewis se confesaría después «producto de pasillos largos, habitaciones vacías y soleadas, silencios en las habitaciones interiores del piso de arriba, áticos explorados en solitario, ruidos constantes del goteo de las cisternas y cañerías, y el sonido del viento bajo los tilos». Esa casa ruinosa fue adquirida por un cabeza de familia más propenso a ser estafado que nadie. Aquel notario sería un chollo para las empresas de reforma, pero también engrosaría otra cuenta corriente, la de los sueños de «una inmensa familia» de cuatro miembros.

«Mi padre compraba todos los que leía y nunca se desprendía de ellos», apuntaría luego el escritor. Los libros, que poblaban cada desconchada esquina de aquella vivienda imperfecta, alumbrarían años más tarde al novelista. Si sabiendo leer y escribir uno tiene «montones de cosas que hacer», la imaginación se alimenta de lo que jugamos de niños. Siempre recordaría Lewis la primera cosa que le pareció bella: un jardín hecho con musgo sobre la tapa metálica de una caja de galletas. Aquel juguete fabricado por su hermano dio la primera pincelada a su imagen del Paraíso.

Según el conde de Foxá, el secreto de los juegos infantiles reside en la ausencia de reglas y reglamentos. Para ser auténticos, no conocen las metas ni los récords. De ahí la antipatía que despiertan los niños que destripan sus juguetes «para ver lo que tienen dentro». Ese hábito malsano, a juicio del poeta, descubre a los futuros Voltaire, Freud o Darwin. Manos churretosas y mortales pretenden romper el sagrado juego de la tierra y de los cielos.

Inasequibles a la matemática indescifrable del sufrimiento, los juegos suelen terminar cuando el amor se hace presente o, en realidad, comienza. La muerte de su padre enterró la niñez toda de Foxá. Se la llevó consigo a la tierra. No le ocurrió lo mismo a Lewis. Perdió a los nueve años a su madre, que partió tras cruda enfermedad sin llevarse los trebejos de su hijo. Desde aquel momento desapareció el hogar de «Jack», no así la imaginación y los libros. Aquel niño, también el adulto posterior, cultivó una ternura escapista y sin afecto. Sepultó el dolor bajo los juegos recurriendo a paletadas de literatura infinita. Para resguardarse del estrago se forjó una plúmbea coraza de letras. Escondió el corazón en una región tan luminosa como umbría. A la fealdad de la muerte y a su inmediato presagio en forma de conversaciones a media voz opuso el color y el estruendo de Las crónicas de Narnia.

Aquella felicidad inadvertidamente construida la había esfumado un manotazo impío. Y dio paso a la baldía desazón del descreimiento. Regresaría a Dios, pero sin valor ni ganas para soldar las hilachas de su vida. Sólo lo haría el amor. Tardía y fugazmente. A tiempo de despojarle de todo, de arrojarle por los suelos, al más completo desvalimiento. El episodio se relata en Shadowlands, una película de Richard Attenborough de cuyo estreno se cumplen ahora treinta años. Una historia de polvo enamorado. Capaz de conmover los más inalterables cimientos. A ella volveremos.

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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